Ataúdes tallados a mano

[Paráfrasis del relato de Truman Capote]

Una calurosa mañana de julio, el cartero de un pequeño estado del Oeste había iniciado con retraso su recorrido habitual para entregar a los vecinos la correspondencia que les había llegado. Desde que el jefe de correos, Olvier Jaeger se había marchado a Honolulú la oficina era un completo desastre: nadie ordenaba las cartas ni coordinaba las tareas de los carteros; además las facturas y los recibos se amontonaban en enormes montañas y el ventilador ya no funcionaba, cosa que hacía más sofocante cualquier quehacer en la oficina. A Samuel Wright, el joven e inquieto empleado le desquiciaba este panorama pero trataba de cumplir con sus obligaciones lo mejor que podía.

Aquel día, al aproximarse a las propiedades del señor Quinn vio a la pequeña Nancy Quinn jugueteando por la zona, así que pensó que podría entregarle a ella las cartas para la familia en lugar de dejarlas en el buzón. Así agilizaría el reparto y no tendría que adentrarse más en las tierras de Robert Quinn. Después de todos aquellos asesinatos tan extraños y de las acusaciones del tal detective Pepper, la posibilidad de encontrarse con el viejo no agradaba nada al muchacho. El caso no se había resuelto porque no se habían reunido las pruebas necesarias para culpar a nadie de los crímenes. No había pruebas, pero ¿por qué si no iba un detective, alguien que parecía tan respetable, a incriminar a Quinn de tal forma? Samuel pensaba que, tal y como reza el dicho, “si el río suena…”. La vocecita de Nancy le sacó de sus propias cavilaciones. Rápidamente le entregó la correspondencia y se marchó. Ella se dirigió a la casa con brío portando entre las manos las siete cartas y el paquete que le habían dado. Nancy sintió mucha curiosidad por este último. ¿Sería un regalo? Iba envuelto en un papel color madera idéntico al que un día encontró en el despacho de su padre, y llevaba escrito en tinta negra el nombre de su progenitor: Robert Hawley Quinn. Pensó en abrirlo, pero sabía que le reñirían si lo hacía así que salió corriendo llamando a su padre para evitar dejarse llevar por la tentación.

Robert Quinn se encontraba en la sala de estar jugando una entretenida partida de ajedrez con un joven amigo mexicano, cuando la niña irrumpió en la estancia. La sonrisa que se iluminó en su rostro desapareció cuando identificó la caja que Nancy traía consigo, así que se despidió bruscamente de su invitado y echó a su hija de la habitación. Con la mirada abatida y los músculos tensos se dispuso a abrir el paquete y aunque no llevaba escrito el nombre del remitente, enseguida supo quién se lo enviaba. En el interior había un féretro en miniatura, tallado en madera de bálsamo y que le era familiar; a su vez, en el interior de éste, había una foto suya y una carta que decía así:

<< Un día, leyendo a Mark Twain, encontré una frase que me pareció muy apropiada para usted: “De todas las criaturas, el hombre es la más detestable. De toda la especie es el único, absolutamente el único, en poseer malignidad. La más despreciable, la más aborrecible de todos los instintos, de todas las pasiones: es la única criatura que causa dolor para divertirse, sabiendo que es dolor. Además, es la única criatura con una mente desagradable”. Detestable, maligno, de mente desagradable. Sí, señor, esta es su descripción exacta. Usted nunca me gustó y yo nunca le gusté a usted, pero ambos vigilábamos muy de cerca las jugadas del otro, y no solo me refiero a nuestras habituales partidas de ajedrez. Finalmente usted logró vencer, pero no esté tan seguro de su victoria, no descansaré hasta verle entre rejas por los asesinatos de aquellas ocho personas inocentes. He de admitir que jugó bien la partida, aunque poco a poco comenzó a cometer errores.

Entiendo su postura en el asunto del río Azul. Entiendo que le molestara la propuesta y la posterior aprobación de la misma de desviar su río para aumentar el caudal de los afluentes y así compartir sus aguas con el resto de granjeros. Pero, también entiendo, como cualquier persona cuerda, que los miembros de la comisión especial que el juez Hatfield creó para solucionar este problema no tenían por qué morir por una cuestión tan trivial. ¿Recuerda sus nombres o los iba olvidando conforme iban llenando sus malditos féretros? Le refrescaré la memoria: George y Amelia Roberts, los Baxter (y los Hogan, que estaban en el lugar y en el momento equivocado), Clem Anderson, el doctor Parsons y mi querida Addie Mason. Tom Henry y Oliver Jaeger afortunadamente no corrieron la misma suerte porque el primero votó en contra de la propuesta y el segundo ha huido.

Su modus operandi me llamó la atención desde el principio. El 10 de agosto de 1970, George Roberts y su esposa Amelia recibieron de su parte un féretro idéntico al que yo le envío, con una foto de ambos en su interior. Ya lo tenía todo previsto. Cinco días antes había comprado una docena de víboras adultas junto con un joven mexicano al que utilizó como una especie de sicario, en un criadero cerca de Nogales, Texas. Allí la señora de García les enseñó cómo inyectarles un veneno capaz de matar a un toro de quinientos kilos. Poco más de un mes después, los Roberts se disponían a ir al trabajo como cualquier día cuando al subir al coche nueve de sus enloquecidas víboras de cascabel les picaron por todas partes: en el cuello, en los brazos, en las manos, dejándoles los miembros extremadamente hinchados e irreconocibles.

Tres meses después, en diciembre, llegó el turno de los Baxter. Éstos se estaban haciendo una casa nueva, pero la única parte terminada era el subsuelo así que decidieron vivir allí hasta que terminaran las obras. La única entrada era por una puerta trampa que usted cerró con bloques de cemento antes de provocar el incendio que acabaría con sus vidas y con las de sus invitados, los Hogan, una pareja de Tulsa. Aunque no se encontraron más que cenizas, estoy seguro de que los Baxter también recibieron su correspondiente ataúd, ¿a que sí, señor Quinn?

Antes de que murieran nunca había oído hablar de estas seis personas, pero su séptima víctima era amigo mío. Clem Anderson. Aunque bebía mucho y a menudo iba borracho, la noche que me contó que había recibido un morboso regalo estaba realmente asustado. Decidí contarle a Clem que los vecinos que habían muerto recientemente también habían sido obsequiados con ese presente, por si él pudiera saber quién era el asesino. Seis meses más tarde Clem creyó haber hallado la clave del asunto: el río. Sin embargo, usted le mató antes de que pudiera contarme nada más. Fue muy astuto colocando aquel imperceptible y afilado alambre de acero entre un árbol y el poste de teléfono en el estrecho camino hacia la casa de Clem. Subido en su excéntrico vehículo, formado únicamente por un motor y cuatro ruedas, el alambre le cortó la cabeza tan fácilmente como se arranca una margarita.

La muerte de su octava víctima, el forense Parsons, cuatro meses después, tampoco le salió nada mal. Unas semanas antes había recibido su ataúd en miniatura como advertencia de una muerte segura, pero el doctor creyó que se trataba de una broma de mal gusto, nada más. Muerte por envenenamiento fue el resultado de la autopsia. Muchos pensaron que se había suicidado y motivos no le faltaban. Era un miserable. Sin embargo, Parsons murió a causa de la nicotina líquida que seguramente usted vertió en las dos enormes botellas de Maalox que tomaba diariamente, dados sus crónicos problemas de indigestión.

Pero sin duda, la muerte de su última víctima fue la que más me impactó. Curiosamente, la conocí, conocí a la mujer más maravillosa del mundo, gracias al odioso féretro que le había enviado. Addie Mason. Con su agradable rostro, su corto cabello castaño y su tersa piel resultaba innegablemente sensual. Era una mujer de carácter, refinada e inteligente y le encantaba su trabajo como maestra. Me iba a casar con ella el primero de septiembre, pero usted me la arrebató dos días antes de la boda. Su hermana Marylee y mi adorada Addie decidieron ir a nadar a Sandy Cove. Más tarde, aprovechando que Marylee estaba tumbada en una toalla hojeando unas revistas y que Addie se había ido nadando hasta la cascada, decidió atacarla en ese momento. La amenazó con un revólver y la sumergió bajo el agua. El resultado de la autopsia: muerte accidental por asfixia. Aunque pocos apoyan mi versión de los hechos, ni siquiera Marylee, que fue quien encontró el cadáver con el pelo perfectamente enredado entre unas ramas, yo sé que todo sucedió así. Usted también mató a Addie Mason y le guardo mucho odio en mi interior. Así es como la víctima se convierte en verdugo, señor Quinn. No baje la guardia porque le estaré acechando. Acabaré con usted por todas esas personas a las que mató. Por Clem, por Addie. La partida aún no ha acabado y pronto seré yo quien pronuncie las palabras de la victoria: jaque mate.

Fdo: Jake Pepper  >>

Robert Quinn sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Jake Pepper era muy bueno jugando al ajedrez.

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