Le gustaba observarle discretamente desde la distancia, cuando él no reparaba en su presencia. Otras veces, inconscientemente, se quedaba ensimismada viéndole cocinar o trabajar. Cuando él se percataba de la incesante mirada de ella, dejaba de hacer lo que estaba haciendo e iba corriendo hacia ella y, entre besos y cosquillas, le preguntaba qué ocurría, que por qué le miraba de aquella forma. Ella evitaba responder a la pregunta y contraatacaba con más besos y cosquillas. En realidad nunca le había llegado a confesar que cuando le observaba de aquel modo era porque no terminaba de creer que tanta felicidad pudiera ser real. Pensaba en lo duro que había sido para ellos llegar hasta allí: los inconvenientes, las dudas, las largas esperas… Ahora apenas recordaba aquella etapa de incertidumbre en la que no sabían si iban a poder verse de nuevo. Pero aquello, sin duda, les había hecho más fuertes y les había ayudado a reafirmar que querían estar juntos, a pesar del viento, a pesar de la marea. Para ello le plantaron cara al destino, el mismo que los había unido y que después se empeñaba en mantenerlos separados. Ganaron.
A menudo recordaba el momento en el que se habían conocido; había sido en una noche de Carnaval, algunos años atrás. Él iba disfrazado de duende, ella de gata. A ella se le quedó grabada la mirada que él le dedicó cuando llegó (un tiempo después él le confesó que su sonrisa le había fascinado). En aquel momento ninguno de los dos sospechaba todo lo que sucedería después.
Habían construido un amor sólido, lleno de guiños y complicidades, basado en el apoyo mutuo y en la capacidad de hacer reír al otro aún cuando las lágrimas ya han hecho acto de presencia. Habían aprendido a buscarle el lado bueno a todo, incluso a lo menos bueno, y a valorar y respetar su amor por encima de todo, pues les había costado mucho llegar adónde estaban. Estaban juntos y, quizás, todo lo demás ya no importaba. Únicamente la certeza de querer seguir estándolo durante toda la vida.