Pequeño don Quijote

Héctor no era como los demás chicos de su edad. A pesar de estar en plena adolescencia, no le entusiasmaba quedar con sus amigos los fines de semana para ir al centro comercial y aborrecía jugar a la Play Station; en cambio, disfrutaba jugando al baloncesto, tocando la guitarra o leyendo un buen libro. La lectura era su pasatiempo favorito. Tampoco parecía estar demasiado interesado en las chicas aunque eso no era del todo verdad ya que, en realidad, estaba enamorado de Claudia, una chica de su clase. Habían hablado alguna que otra vez y Héctor, en cierto modo, le había declarado sus sentimientos aquella vez que, de camino a casa tras salir del instituto, le dijo que le parecía la chica más interesante de la clase. Claudia le sonrió, le dio las gracias por lo que para ella había sido un bonito cumplido y salió corriendo con la excusa de que tenía prisa porque su madre la estaba esperando. Desde entonces no habían vuelto a cruzar palabra.

Héctor era el mayor de cuatro hermanos y, quizás eso le había hecho madurar pronto y convertirse en un joven responsable y atento. Colaboraba bastante en las tareas del hogar y, cada tarde, cuando terminaba de estudiar y de hacer los deberes, ayudaba a sus hermanos con las tareas del colegio. Después, con la excusa de sacar a pasear a Jerry, su beagle, caminaba hasta el parque y, mientras el perro correteaba por allí, él se sentaba en el césped y, apoyado en uno de los abedules que había al lado del estanque, pasaba un buen rato ensimismado en la lectura de algún libro. Héctor era un ratón de biblioteca; sus padres apenas leían, pero él había heredado el gusto por la lectura de su abuelo materno, a quien recordaba siempre sentado en su mecedora, leyendo alguna de aquellas pequeñas novelas de indios y vaqueros que compraba o intercambiaba en el mercadillo de la plaza. A Héctor le hubiese encantado poder comentar con su Papu los libros que iba leyendo, pero hacía ya varios años que les había dejado.

Ya que a nadie de su entorno parecía interesarle la lectura del mismo modo que a él, Héctor había pensado en apuntarse a un club de lectura, pero enseguida había desechado la idea: era demasiado tímido, y el hecho de tener que hablar delante de un grupo de desconocidos no le atraía demasiado. También se le había ocurrido abrir un blog o crearse un perfil en alguna red social, así no tendría que enfrentarse cara a cara con nadie y podría dar tranquilamente su opinión sobre los libros que leía. Al final tampoco esta opción le convenció; Internet le resultaba demasiado frío y encorsetado y él tan solo buscaba alguien con quien conversar e intercambiar puntos de vista. Un día, en uno de sus paseos con Jerry, se dio cuenta de que era mucha la gente que, como él, acudía al parque a leer. Eran, sobre todo, personas mayores, ninguna de su edad, y la mayoría eran mujeres, señoras mayores. Aún así, pensó en llevar a cabo un experimento: dejaría uno de sus libros en el parque y, en su interior, colocaría una breve reseña sobre la novela: qué le había parecido, qué personaje le había resultado más interesante… Siguiendo las instrucciones que Héctor escribiría también en la nota, la persona que recogiera el libro debería actuar del mismo modo y tendría que volver a dejarlo donde lo había encontrado, una vez que lo hubiera leído y hubiera redactado una opinión acerca de él. Al día siguiente Héctor puso en marcha su plan: acudió al parque más o menos a la hora de siempre y dejó el libro en la pequeña fuente que había al lado de los rosales. Pensó en esconderse detrás del abedul para poder averiguar quién cogía el libro y cómo reaccionaba al hacerlo, pero la gracia del juego estaba precisamente en el anonimato, en el misterio de no saber quién era la persona a la que se estaba dirigiendo, así que, al final, decidió marcharse sin mirar atrás.

Las siguientes semanas Héctor visitó el parque casi a diario, pero no había ni rastro del libro. Quizás la persona que lo encontró lo está leyendo concienzudamente para escribir una buena reseña – pensaba él -, o tal vez le pareció un juego absurdo y se limitó a llevarse un libro gratis a casa. ¿Y si había sido Claudia la que había dado con la novela? ¡Deja de pensar bobadas, Héctor! – se decía a sí mismo – ¡Si Claudia ni siquiera vive cerca de aquí! Unos días más tarde, cuando ya había perdido toda esperanza de recuperar el libro, llegó al parque y allí estaba, justo donde lo había dejado, en la pequeña fuente que había al lado de los rosales. A la persona que lo había encontrado parecía haberle gustado mucho la historia y pedía a Pequeño don Quijote, que era como Héctor se había hecho llamar, repetir la experiencia. Héctor no podía estar más contento; su plan había funcionado. Durante meses siguió intercambiando libros y opiniones con una persona, previsiblemente una mujer, que se escondía tras el pseudónimo de Elizabeth Bennet, la protagonista de Orgullo y prejuicio. Pasado todo ese tiempo, Héctor únicamente deseaba ponerle cara a su misteriosa amiga lectora y poder seguir conversando con ella en persona, así que se armó de valor y en la última reseña que escribió le propuso quedar para conocerse. La respuesta no se hizo esperar: el martes siguiente, a las siete de la tarde se encontrarían bajo el abedul. Héctor llegó puntual a la cita, pero quien le estaba esperando allí no era Elizabeth Bennet sino algunos chicos de su clase que habían descubierto lo que Héctor se traía entre manos y habían decidido gastarle una broma, haciéndose pasar por la chica con la que compartía lecturas. Tras aguantar media hora de risas, insultos, empujones y alguna que otra colleja, Héctor se fue a casa abatido. Unos días después seguía muy desanimado porque quería comunicarse con su amiga, pero no podía arriesgarse a dejar otro libro en el parque y que sus compañeros del instituto lo volvieran a encontrar. Pero no conocía la verdadera identidad de Elizabeth Bennet ni sabía dónde encontrarla. ¿Qué haría entonces?

Claudia estaba inquieta y preocupada. Un día, unos meses atrás, su abuela había ido a visitarla y le había llevado un libro que había encontrado en el parque que quedaba cerca de su casa; su dueño proponía una especie de juego que creyó que le podría gustar. Desde entonces, Claudia esperaba con ansia las visitas de su abuela por si traía algún nuevo libro consigo. Quería conocer en persona a su misterioso amigo lector y había pensado proponerle quedar algún día, pero no había vuelto a dejar ningún otro libro en el parque. Cada tarde Claudia llamaba a su abuela:

– Iaia, ¿has pasado hoy por el parque? ¿Ha dejado Pequeño don Quijote algún libro para mí? 

– Sí, he estado paseando esta mañana por allí, pero no había ningún libro. Lo siento, cielo. 

Deja un comentario