El reencuentro

Hacía un par de meses que Ana que había desaparecido y Nico seguía buscándola sin descanso. Llamaba casi a diario a todos los hospitales y centros de salud de la ciudad para preguntar si constaba alguna Ana Pardo en su registro de pacientes o si había ingresado alguna joven que encajara con la descripción de su amiga, pero siempre obtenía un no por respuesta. También había logrado que un par de agentes de la policía a los que había conocido por asuntos de trabajo se pusieran sobre la pista de Ana y estuvieran atentos por si algún día, por casualidad, se cruzaban con ella por la calle. Sin embargo, la suerte quiso que fuera el propio Nico quien se topara con ella, un día cualquier, en plena Gran Vía. Él iba con prisa porque llegaba tarde al trabajo, de modo que no se percató de que la chica morena y menuda que venía caminando en dirección contraria, acompañada de un chico de su misma edad, era aquella que tantos desvelos le había provocado en las últimas semanas. Nico era consciente de que se había obsesionado un poco con Ana y muchos de sus colegas de la redacción también se lo habían advertido: “Tío, ¿pero a ti esa chica te mola o qué pasa? Porque no es normal que te pases todo el día hablando de ella”. Lo que Nico no alcanzaba a entender era de dónde surgía esa obsesión pues él no sentía que fuera atracción lo que sentía por Ana, sino, más bien, instinto de protección.

¡Nico! ¡Nico! – comenzó a gritar Ana, nada más verle; él se sobresaltó pero enseguida reconoció a su amiga.

¡Ana, por Dios, no puedo creer que seas tú! ¡Te he estado buscando por todas partes estos dos meses!

Nico se dio cuenta de que aquella frase había dejado al descubierto su obsesión por la joven, de modo que trató explicarse mejor.

– Quiero decir que, después del cierre del psiquiátrico, traté de dar contigo para saber cómo estabas, pero me dijeron que habías desaparecido y temía que te hubiera pasado algo malo. 

– No, tranquilo, estoy bien. Aproveché el revuelo que se montó en el psiquiátrico para escapar porque no quería que me llevaran a ningún otro centro. 

– ¿Y dónde vives ahora? ¿Cómo te encuentras?

Unos días después de todo aquello tuve la suerte de conocer a Martín – dijo mientras señalaba a su tímido amigo, que se había mantenido en un segundo plano – y él es el que me ha estado ayudando en todo. 

– ¿Ah, si? Qué bien, me alegro por ti, Ana – mintió Nico; había estado observando disimuladamente a aquel chico mientras hablaba con Ana y no le daba buena espina, pero como llegaba tarde al trabajo, no podía entretenerse más, de modo que se despidió y se marchó rápidamente hacia la redacción.

Por culpa de las prisas y por lo inesperado del reencuentro, no había caído en pedirle a Ana una dirección o un número de teléfono en el que localizarla. “¡Joder, Nico, eres la leche!”, se decía a sí mismo a modo mientras lamentaba su error. Una vez en la redacción fue directo hacia Ángel para contarle lo ocurrido.

– Ángel, acabo de ver a Ana. 

– ¿Si? ¿Y cómo está? ¿Dónde la has visto?

– Iba paseando por la Gran Vía con un amigo, un chico que, por lo visto, es el que le ha estado echando una mano todo este tiempo. 

– Ah, eso está bien. 

– Bueno, me ha parecido que había algo raro y sombrío en él. 

– ¿Ya estás con tus paranoias, Nico? Deja que la chica rehaga su vida con quien quiera. 

– Es que tengo la sensación de que con ese chico, con ese tal Martín, está en peligro.

– Nico, en serio, déjalo ya…

A pesar de los consejos de Ángel y de otros compañeros de la redacción, Nico no cejó en su empeño por saber quién era el amigo de Ana y qué oscuro secreto escondía, así que, durante varios días se dedicó a pasear durante horas por la Gran Vía, por si les volvía a ver. No tenía más hilos de los que tirar, de modo que debía esperar pacientemente un nuevo golpe de suerte. Una semana después, más o menos a la misma hora del primer encuentro, Nico logró distinguir entre la multitud de personas que caminaban a esa hora por la zona, a Ana, acompañada de nuevo por Martín. Iban charlando y riendo y se dirigían a una cafetería que habían abierto hacía poco en la Gran Vía. Nico les siguió de cerca y, una vez dentro del establecimiento, logró sentarse lo suficientemente cerca como para oír su conversación.

¿Y esas irrefrenables ganas de matar cómo siguen? – preguntó Ana entre risas, mientras Nico se quedaba estupefacto.

– Bueno, ahí van… – respondió Martín con su habitual desgana -. Hay ocasiones en que creo que no las voy a poder reprimir durante más tiempo y hay otras en que se me pasa.

– ¿Pero cómo puede ser verdad eso de que después de que te trasplantan algún órgano de otra persona tus gustos, tus habilidades y tus sentimientos cambien?

– Hay numerosos estudios que lo demuestran, ya te lo dije. Además, yo soy un buen ejemplo de que eso es cierto: nunca había tenido ganas de matar a nadie hasta que me trasplantaron mi nuevo corazón. 

Nico esperó a que Ana y Martín terminaran su consumición y decidieran marcharse para ver hacia dónde se dirigían entonces. La pareja caminó durante un buen rato y cuando llegaron a una pequeña plaza, se despidieron y cada uno siguió su camino. Nico dudó entre seguir a Ana o seguir a Martín, pero finalmente optó por ir tras el chico que era quien más le intrigaba, sobre todo después de haber escuchado el inicio de la conversación que había mantenido con Ana sobre los trasplantes. En pocos días, Nico descubrió, además de dónde vivía, quién era su familia, en qué hospital le habían operado y qué tipo de enfermedad cardiovascular había determinado la necesidad de un trasplante. Nico, incluso, pudo hablar con el psicólogo que trataba habitualmente a Martín y este le había asegurado que el chico era inofensivo y que con todo aquello de las ganas de matar lo único que pretendía era llamar la atención. Sin embargo, a Nico no le convencía del todo aquella explicación, de modo que durante meses se dedicó a espiar a Martín y a seguirlo a todas partes. Una tarde, Martín salió de su casa y se dirigió a un parque cercano a su domicilio; allí le esperaba Ana, muy sonriente. Se sentaron en el césped, pero a los pocos minutos Ana se puso en pie de nuevo y se dirigió a comprar un par de helados, momento en el que Martín aprovechó para sacar una navaja de tamaño mediano que ocultaba en su chaqueta y se puso a acariciar su filo. Nico no lo pensó dos veces y salió rápidamente de su escondite con el fin de abordar por sorpresa a Martín. Este, cuando vio Nico acercarse corriendo a él, se puso enseguida en pie y se guardó la navaja en el bolsillo.

– No es necesario que la guardes, Martín, porque ya la he visto. Lo que deberías hacer es deshacerte de ella. 

Sí, claro, porque tú lo digas. – respondió Martín con actitud chulesca.

– Porque te vas a meter en un buen lío si haces con ella lo que pretendes hacer. 

– ¿Y tú qué sabes sobre lo que yo quiero hacer con ella?

Yo sé muchas cosas sobre ti, Martín. Sé lo de tu trasplante, tus ganas de matar…

– Sí, es cierto, no lo voy a negar. 

– ¿Y tampoco me vas a negar que Ana va a ser tu primera víctima?

– Bueno, había pensado que fuera ella, pero tú también me vales – dijo de repente Martín mientras se abalanzaba violentamente sobre Nico y no le daba tiempo a reaccionar. Martín querría sacar de nuevo su navaja del bolsillo, pero Nico no dejaba de gritar y de moverse, de modo que le agarró del cuello con las dos manos y comenzó a apretarlo fuertemente, como poseído por una fuerza superior. Ana regresaba al lugar en el que Martín debía estar esperándola, cuando, desde lejos presenció la escena; dejó caer al suelo los dos helados que había comprado para su amigo y para ella, y salió corriendo para tratar de ayudar a Nico. Sin embargo, cuando llegó ya era demasiado tarde.

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