Ausencia

Ángela se despertó en una cama que no era la suya, en un lugar que no conocía. Mientras se incorporaba y abría los ojos, trataba de adivinar dónde estaba, qué había ocurrido. Llevaba puesto su camisón rosado, pero aquella parecía la habitación de un hospital. No estaba conectada a ninguna máquina, ni siquiera a un gotero con suero, pero un par de tiritas en las manos y en los brazos ocultaban las marcas de una vía reciente. Logró ponerse en pie y caminar hasta la ventana; se sentía débil y somnolienta. Corrió la cortina blanca con olor a naftalina y, tras las grandes rejas de hierro que protegían la ventana, vio un enorme jardín repleto de sauces, rosales y un pequeño lago. Era realmente bonito, pero no le resultaba familiar. Se dio la vuelta y justo cuando avanzaba hacia la puerta de la estancia, esta se abrió.

Buenos días, señora Martín. ¿Cómo se encuentra? ¿Ha dormido bien?

– Ehh… Hola… ¿Dónde estoy?

En seguida vendrá su médico y la pondrá al corriente de todo, ¿de acuerdo? Voy a ayudarla a lavarse y a peinarse un poco. 

¿Mi médico? ¿Estoy en un hospital? ¿Qué me ha pasado? – preguntó Ángela, nerviosa, mientras se alejaba poco a poco de la enfermera.

– Cálmese, señora Martín. Déjeme que la ayude a tumbarse y verá cómo se tranquiliza un poco. 

– ¡Ni hablar! ¡No dejaré que me volváis a sedar!

En ese momento entró en la habitación la doctora García, alarmada por los gritos de la paciente.

– ¿Qué alboroto es este?… Ah, ya veo que la señora Martín ha despertado. Ángela, tranquilícese.

– ¿Quién es usted? ¿Por qué sabe mi nombre?

– Soy su psiquiatra, Ángela. Está usted en el sanatorio de la Virgen del Remedio. 

Tras escuchar las palabras de la doctora, Ángela se desmayó y perdió el conocimiento. Unas horas después volvió a despertar en aquella cama que no era la suya, pero esta vez no estaba sola.

– Hola, Ángela. ¿Empezamos de nuevo?

La doctora García dedicó una dulce sonrisa a Ángela, a aquella mujer menuda y frágil que tanta ternura le inspiraba. Adoraba su trabajo, sentía que sus pacientes eran como su familia, pero no lo podía evitar, era demasiado empática y cuando salía del trabajo siempre se llevaba consigo el peso de los problemas y de las dramáticas historias de sus pacientes.

– ¿Sabe dónde está?

– En el sanatorio de la Virgen del Remedio. Me lo ha dicho usted antes. 

– ¿Y sabe por qué está aquí?

– Por mi marido. 

– Bien, Ángela, veo que ha empezado a recordar… ¿Quiere que hablemos de Roberto? ¿Se siente preparada?

– Es un cabrón, me ha dejado y se ha ido, me ha dejado sola con los niños…

– La vida no es un camino de rosas para nadie, Ángela, y debemos aprender a hacerle frente a estos contratiempos. ¿Qué siente ahora hacia Roberto?

– Rabia, mucha rabia. Le odio. Nunca pensé que me fuera a hacer esto… Teníamos planes de futuro, sueños, y me ha dejado tirada. 

– Pero han compartido muchos buenos momentos también, y han tenido tres hijos… No debe dejar todo eso de lado.  

– Todo eso ya no sirve para nada. ¿De qué me sirven todos esos recuerdos si no puedo rememorarlos a su lado? ¿Y cómo voy a criar yo sola a los niños? No me veo capaz… Me ha destrozado la vida. 

– Ángela, escúcheme atentamente. Es importante que empiece a asumir la ausencia de Roberto y que retome su vida cuanto antes. Nunca nos recuperamos del todo de la muerte de un ser querido, especialmente cuando es tan repentina y trágica, pero debemos aprender a vivir con ello. El paso del tiempo es indispensable para lograrlo. Poco a poco irá superando las fases del duelo; ahora está enfadada y siente ira, pero, más tarde o más temprano, la fase final de aceptación llegará. Será un camino duro, no le voy a mentir, pero debe hacerlo por sus hijos. Ya han perdido a su padre, no permita que sientan que han perdido a su madre también…

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