Era un lunes más, un día cualquiera en casa de los García Domínguez; Fermín ayudaba a su madre, nonagenaria, a acomodarse en la silla mientras Concepción, su mujer, terminaba de preparar la comida en la cocina. Cuando ya estuvieron los tres sentados en torno al rico pollo en pepitoria que Concepción cocinaba cada martes desde que se había casado, treinta y cinco años atrás, Fermín encendió la televisión para ver el telediario. “El fin de semana ha terminado con un balance negativo en las carreteras. Siete personas han perdido la vida en dos aparatosos accidentes de tráfico. El primero de ellos tuvo lugar en la madrugada del sábado cuando el vehículo en el que viajaban tres jóvenes de dieciocho años ha invadido el carril contrario y ha chocado de frente con el coche que circulaba en ese sentido. Los cinco ocupantes de ambos vehículos han fallecido en el acto. El otro accidente se produjo en la tarde del domingo en las afueras de la población catalana de Cadaqués. El vehículo circulaba a gran velocidad en un tramo en el que la velocidad máxima permitida es de ochenta kilómetros por hora; al parecer, el conductor habría tratado de evitar atropellar a un perro que cruzaba la calzada en ese momento y habría perdido el control del coche. La pareja que viajaba en su anterior se ha precipitado por un terraplén y ha quedado atrapada en el interior del vehículo. Los servicios de emergencias se han trasladado al lugar del siniestro y tras tres horas de trabajo ininterrumpido, los bomberos han logrado sacarlos del amasijo de hierros, pero ya sin vida”. Tras escuchar la noticia, la señora Amalia no puedo evitar manifestar el dolor que le producían sucesos como aquellos: “¡Ay, cuánta desgracia! Y gente tan joven, con toda la vida por delante… ¡Qué pena, qué pena…!”. Su nuera, Concepción, le dio la razón y Fermín, al ver a su madre tan compungida, decidió cambiar de canal. Ninguno de ellos llegaría a saber que la chica fallecida en Cadaqués era Carolina, su Carolina.
Fermín y Concepción se habían casado siendo muy jóvenes, obligados por los padres de ambos, después de que ella se quedara embarazada. Fermín era electricista y Concepción todavía se estaba preparando para ser peluquera en una academia de formación profesional que había en su mismo barrio. Nunca les faltó de nada, pero no les sobraba el dinero, de modo que tras quedarse viuda, la madre de Fermín, la señora Amalia, se trasladó a vivir con ellos para ayudarles con la niña y echarles un mano con el dinero de su pensión. Gracias a la abuela, Carolina, la única hija de Fermín y Concepción, había podido tener una educación de mejor calidad en un colegio privado de renombre. Los tres, Amalia, Fermín y Concepción, le consintieron todos los caprichos a la niña y esta creció feliz, ajena a las dificultades económicas de su familia. A los dieciocho años, Carolina se empeñó en irse a vivir a la capital y hacer realidad su sueño de convertirse en actriz, de modo que, ayudada por sus padres y su abuela, una vez más, se marchó a Madrid a estudiar arte dramático.
Carolina siempre había brillado en las representaciones teatrales que se organizaban en el colegio; en ellas todos alababan su saber estar sobre las tablas. La propia Carolina estaba segura de su talento; sin embargo, tras una de sus primera clases, se dio cuenta de que alcanzar su meta no iba a ser tan fácil como ella creía. El profesor había pedido a varios de sus alumnos que improvisaran un monólogo que tuviera relación con diferentes temas: el amor, el deseo, la violencia, la muerte… Ninguna de las interpretaciones agradó al exigente profesor, pero la de Carolina fue la que más críticas recibió, de modo que, cuando terminó la clase, la joven se acercó a hablar con su tutor. Era un hombre joven, también actor, que había grabado bajo las órdenes de afamados directores de cine y había alcanzado el éxito muy pronto; sin embargo, no era habitual verle en las alfombras rojas y tampoco solía conceder entrevistas, ni siquiera durante la promoción de alguna de sus películas. Era huraño con los periodistas y no se le había conocido pareja alguna desde que empezara su carrera como actor. Cuando Carolina le preguntó qué aspectos de su interpretación debía mejorar, el profesor fue claro con ella: “Señorita, voy a serle sincero. Acepté este trabajo porque tengo que comer y últimamente solo me ofrecen papeles segundones en películas mediocres que no estoy dispuesto a aceptar. Pero no creo en lo que vienen ustedes a hacer aquí. Este oficio no se aprende en un aula, o analizando las grandes escenas del cine clásico. Este oficio se aprende en la calle, observando a la gente, al butanero, al panadero, a la dependienta… observando sus gestos, sus reacciones y aprendiendo a copiarlos hasta ser capaz de convertirte en otra persona sin ningún esfuerzo. Deje esta escuela y dedíquese a eso, solo así llegará usted lejos”.
Carolina estuvo varios días dándole vueltas a las palabras de su profesor, y finalmente decidió seguir su consejo y abandonar sus estudios de arte dramático, pero sin decirle nada a sus padres, que durante años continuaron transfiriéndole dinero sin saber que ella lo empleaba en otros menesteres. Como no sabía muy bien por dónde empezar, Carolina ideó un juego que llamó Las siete caras de Carolina y según el cual, cada día de la semana interpretaría a un personaje distinto; compró pelucas y ropa y accesorios de todo tipo y apenas una semana después, puso en marcha su plan. Cada día, en función del perfil del personaje al que estuviera interpretando, acudía a un lugar determinado y trataba de relacionarse con alguien para así, poder contarle su historia y hacerse pasar por la persona que estaba fingiendo ser en ese momento. Así, por ejemplo, el lunes comenzó siendo una trabajadora de una ONG que recogía firmas contra la tala indiscriminada de árboles en plena Gran Vía madrileña y el día siguiente se convirtió en aspirante a modelo e incluso acudió a un casting para la campaña otoño-invierno de El Corte Inglés. A Carolina le divertía ser alguien distinto cada día, pero varios meses después de haber iniciado su experimento, sentía que de esa forma no podía sacarle todo el jugo a cada uno de los personajes que interpretaba; se dio cuenta de que lo mejor sería centrarse en un único personaje y tratar de ser él todo el tiempo. Así fue como Carolina se convirtió en Delphine Ferrec, una joven estudiante francesa que había venido a Madrid a continuar sus estudios de moda. Para empezar, recogió todas sus pertenencias y todo lo que tenía que ver con Carolina y lo guardó en un trastero de alquiler situado en un edificio a las afueras de Madrid. Dejó el piso que compartía con otras dos chicas y se mudó a un pequeño estudio en pleno centro. Se cortó el pelo al estilo bob, se lo tiñó de rubio y comenzó a usar lentillas azules; también compró ropa, zapatos y bolsos de marcas caras. Consiguió documentación a nombre de su álter ego ficticio e incluso se matriculó en un curso de diseño de nivel avanzado. Carolina no era una experta en moda, pero Delphine sí, de modo que cada noche se quedaba estudiando hasta altas horas de la madrugada para, al día siguiente, poder participar en clase y demostrar que dominaba el tema que se trataría ese día.
Antes de convertirse en Delphine, Carolina visitaba a su familia una vez al mes, pero desde que se transformó en la joven francesa, había dejado incluso de llamarles todos los días, como solía hacer desde que se había marchado a la capital. En una de sus últimas llamadas les había dicho a sus padres que estaba muy ocupada, que entre las clases y la obra de teatro en la que la habían contratado para el papel protagonista, apenas tenía tiempo para nada y que, por el momento, no podría ir a verles. Fermín y Concepción estaban orgullosos de que su hija estuviese trabajando tanto para conseguir lo que se había propuesto: convertirse en un gran actriz; lo que no sabían es que, en realidad, había decidido convertirse en otra persona para tratar de lograrlo. Con el paso del tiempo, Carolina empezó a desvanecerse y Delphine ocupó su lugar, pues todos sus amigos lo eran, en realidad, por su afinidad con la chica francesa. Carolina había creado un personaje tan antagónico respecto a sí misma, que había tenido que esforzarse mucho para convertirse en ella; ahora, ni siquiera en la intimidad, dejaba de ser Delphine. Solo volvía a ser Carolina cuando hablaba por teléfono con sus padres, pero hacía tanto tiempo que ya no lo hacía, que cuando pensaba algo en voz alta, lo decía con el característico acento francés que tanto había trabajado para interpretar a Delphine.
El domingo del fatal accidente que terminó con su vida, Carolina viajaba en compañía de Giancarlo, un compañero de clase con el que hacía poco que había iniciado una relación sentimental. No entraba en sus planes enamorarse de nadie mientras fuera Delphine, pero Giancarlo era tan guapo y tan encantador, que se había quedado prendado de él nada más verle. El flechazo fue mutuo y apenas unas semanas después de conocerse, tuvieron su primera cita. Cinco meses más tarde, para celebrar el cumpleaños de Delphine, que tampoco coincidía con el de Carolina, Giancarlo había preparado un fin de semana romántico en Cadaqués que había sido realmente especial y mágico. Ya se disponían a volver a Madrid cuando, en su camino, se cruzó un perro salido de la nada; para evitar atropellarle, Giancarlo, que conducía a demasiada velocidad, había dado un volantazo que les hizo caer por un terraplén. Mientras caían al vacío, temiendo que no saldrían de aquel coche con vida, Carolina pensó en Giancarlo, en que moriría creyendo que se había enamorado de una chica fantástica que, en realidad, no existía y en sus padres y su abuela, que nunca sabrían qué habría sido de ella.