Volver

Cuando Irene cruzó el umbral del edificio en el que había crecido, se dio de bruces con la vida que había dejado atrás veinte años antes, pues tanto en el barrio como en aquel rellano en el que había pasado tantas tardes jugando al escondite con Maica, parecía que el tiempo se hubiese detenido. En la calle, las mismas tiendas, los mismos árboles, las mismas pintadas en el parque, las mismas caras. En el rellano, la misma lámpara, las mismas grietas, la misma planta artificial decorando la entrada, el mismo olor a desagüe. Tenía la sensación de haber viajado en el tiempo, de haber vuelto a aquella noche de finales de 1998 en la que decidió huir y darle un nuevo rumbo a su vida. Desde entonces no había vuelto a ver a sus padres, ni siquiera había hablado con ellos por teléfono; únicamente se había comunicado con su madre por carta en alguna ocasión, aunque nunca recibió respuesta porque las enviaba sin remite. ¿Cómo serían ahora? ¿Estarían bien? ¿Seguirían viviendo allí? ¿Le guardarían rencor por estas casi dos décadas sin saber de su hija? Irene no sabía si volver y reabrir las heridas del pasado iba a ser una buena idea, pero no tenía elección, no tenía adonde ir.

Avanzó sigilosamente por el rellano y según subía las escaleras hacia el primer piso, que era en el que vivían sus padres, oyó varias voces y se detuvo en seco porque le parecieron familiares. Oculta tras los barrotes de la barandilla, acertó a ver a dos señoras y un señor. Una de ellas estaba de espaldas y, además, le impedía ver al señor de voz ronca que se quejaba de una derrama que iban a tener que pagar. La señora que estaba de frente le pareció Asunción, la madre de Maica, aunque no estaba del todo segura porque parecía mucho más mayor. Esperó a que se marcharan durante al menos diez minutos, pero como parecía que la conversación iba para largo, decidió subir. Solo debía pasar por su lado, saludarles y dirigirse al piso de sus padres. Además, seguramente no la reconocerían, por lo que no habría problema. Sin embargo, eso no fue así. Cuando llegó al primer piso, el señor se quedó mirándola fijamente y palideció; acto seguido, a la supuesta Asunción le ocurrió lo mismo.

Es… es… es Irene, Matilde. ¡Es Irene! – gritó Asunción a la otra señora, mientras tiraba de su brazo para llamar su atención.

¿Quién es Irene? – preguntó Matilde, que parecía no reconocer a su hija.

¡Matilde, es tu hija Irene! – intervino el señor, que no parecía estar muy contento por verla de nuevo.

Irene no sabía muy bien qué decir pues estaba tan sorprendida como sus padres. Su madre parecía distraída, como si no fuera realmente consciente de que la mujer que tenía delante era la hija a la que no veía desde hacía veinte años. Menuda, delgada y con el pelo completamente cano, era la viva imagen de la fragilidad. Su padre, por su parte, parecía estar bien de salud. Iba vestido tal y como solía ir cuando Irene era niña: pantalón corto, camiseta interior de tirantes y chanclas de verano con calcetines. Se había quedado calvo y ahora llevaba unas pequeñas gafas en la punta de la nariz que le daban un aspecto más serio y autoritario.

– Vamos a casa, Matilde – dijo de repente el padre de Irene. Acto seguido cogió a su mujer del brazo y la condujo hasta la vivienda que se encontraba en el otro extremo del pasillo. Irene permaneció en el mismo sitio sin saber qué debía hacer y justo en ese instante, mientras veía a sus padres cruzar el pasillo de su antigua casa, Asunción se acercó a ella y la abrazó fuertemente -.

– ¡Ay, Irene, qué bien que hayas vuelto! Mi Maica no se lo va a creer cuando se lo diga. 

La autoritaria voz de Pedro interrumpió el sentido abrazo entre Asunción e Irene.

– ¿Vas a entrar o te vas a quedar ahí? – le dijo agriamente a Irene.

Ve, ve... – le susurró Asunción mientras le dedicaba una dulce sonrisa.

Irene aceptó la invitación de su padre y entró en la casa que la había visto crecer.

*CONTINUARÁ*

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