Treinta y tantos

El avión con destino a Barcelona se había retrasado más de media hora y gracias a ello Nadia pudo llegar a tiempo al aeropuerto y no perder el vuelo. Era la primera vez que se separaba de su hija desde que había nacido y se sentía un poco culpable por tener que hacerlo, pero la baja por maternidad se le había terminado hacía unas semanas y debía acostumbrarse de nuevo a su ritmo habitual de trabajo, que implicaba viajar a la capital catalana un par de veces al mes. Roberto se apañaba bastante bien con la niña y como, además, trabajaba desde casa, no iba a tener ningún problema para atenderla siempre que la pequeña Alejandra lo necesitara. Nadia, por el contrario, sabía que no iba a poder ser fácil conciliar su trabajo con la vida familiar, pero no había querido aplazar durante más tiempo el convertirse en madre porque, una vez cumplidos los treinta y tres, se había dado cuenta de que, en realidad, lo que quería era tener hijos y formar una familia con Roberto. Se habían conocido en la universidad diez años atrás y tras cinco años de noviazgo, habían decidido comprar un piso y reformarlo para mudarse allí después de casarse. En su grupo de amigos les habían tildado de antiguos y convencionales, pero ellos habían estado de acuerdo con hacerlo así porque querían que su matrimonio marcara verdaderamente un nuevo paso en su relación y fuera el inicio de una nueva etapa. Había quien les había dicho incluso que casarse sin haber vivido previamente con la pareja era un rotundo error pues la convivencia no era sencilla y te servía para darte cuenta de sí realmente querías pasar el resto de tu vida con esa persona. Roberto siempre aconsejaba a Nadia que hiciera oídos sordos a tales opiniones pues, al fin y al cabo, eran solo eso, opiniones, pero ella a veces sí dudaba sobre si estaba haciendo lo correcto pues no quería equivocarse. También respecto al tema de los hijos habían sido los primeros en estrenarse como padres y eso les había distanciado un poco de sus amistades pues estaban en puntos diferentes. Nadia se acordaba a veces de cuando era niña y pensaba que ser mayor era un rollo; por eso ella siempre le decía a su madre: “Yo no quiero crecer, mamá, yo quiero ser como Peter Pan”.

Nadia andaba absorta en sus pensamientos cuando una chica se sentó en el sillón contiguo al suyo.

¡Buenos días! – le dijo enérgicamente -. ¡Menos mal que se ha retrasado el vuelo porque si no, lo pierdo fijo!

Ya, a mí me ha pasado lo mismo, he llegado corriendo y cuando he visto que se había retrasado, me he sentido súper aliviada. – respondió Nadia.

– ¿Viajas por trabajo o por placer?

– Por trabajo. Va a ser solo día y medio. Me he reincorporado hace poco al trabajo después de ser madre y es la primera vez que voy a estar tanto tiempo sin mi pequeña.

– ¿Ya tienes una hija? Si eres muy joven, ¿no?

– Treinta y tres. 

Nadia respondió tajante y con cierta desgana porque imaginaba por dónde iba a ir la conversación a partir de ese momento.

– Tenemos la misma edad entonces. Perdona, que te he acribillado a preguntas y ni siquiera me he presentado. Me llamo Ruth. 

– Yo soy Nadia. Encantada. 

– Pues yo también viajo por trabajo, pero al final he pensado que me quedaré a pasar el fin de semana por Barcelona, así aprovecho para quedar con algunos amigos que viven aquí y que siempre me reprochan que no vengo nunca a verles. 

Nadia era bastante tímida y retraída y el carácter abierto de Ruth la abrumaba un poco. Además, era una mujer muy guapa y exuberante, con una larga cabellera negra, un bronceado envidiable y unos preciosos ojos verdes. Nadia, por el contrario, era menuda, muy delgada y de tez pálida.

Ruth se percató de que Nadia la estaba analizando detenidamente, pero continuó hablando como si nada.

– ¿Y cómo llevas lo de estar separada día y medio de tu hija?

– Bueno, no es fácil y me siento un poco mal por tener que hacerlo, pero no me queda otra. Había pensado en pedir una excedencia, pero no podemos vivir solo con el sueldo de mi marido. 

– Claro… Pero tampoco sería justo que tuvieras que renunciar a tu carrera por tener que criar a tu hija, ¿no?

A Nadia no le gustó mucho ese comentario y se calló en seco. ¿Quién se ha creído esta que es para opinar sobre mi vida si no me conoce? – pensó. Ruth se dio cuenta de que quizás había metido la pata y trató de disculparse.

– Perdona, no tendría que haber dicho eso. Pero lo que pienso es que tener hijos condiciona más la vida de la mujer que la del hombre. 

Bueno, eso es así, en primer lugar porque biológicamente somos nosotras las que nos quedamos embarazadas, parimos y amamantamos a nuestros hijos y, como es lógico, pues todo eso nos condiciona más a nosotras que a ellos. Pero a mí no me da la sensación de estar renunciando a nada por estar con mi hija. Yo he sido madre porque he querido, nadie me ha obligado, y antes de hacerlo he pensado bien en las consecuencias de hacerlo. Pero eso no quita que me sienta triste por no poder estar con ella un par de días. 

La respuesta de Nadia fue tan rotunda que dejó sin argumentos a Ruth, que seguía sintiéndose mal por haber hablado más de la cuenta cuando opinó sobre la maternidad, pues obviamente, a su compañera de viaje no le había sentado nada bien.

– Discúlpame de nuevo, Nadia, no pretendía ofenderte. 

– No me has ofendido, Ruth, lo que me molesta es la poca sororidad que existe entre las mujeres. Se supone que ahora somos más independientes, que tenemos mayor capacidad de decisión y que podemos vivir más libremente, pero inevitablemente nos juzgamos y pretendemos imponer nuestro modo de vida porque, a nuestro juicio, es el único que es válido.

– Yo no pretendía juzgarte, simplemente me ha llamado la atención que ya fueras madre porque me has parecido muy joven y que, además, estuvieras dispuesta a renunciar a tu trabajo por tu hija. 

– Estaría dispuesta a hacerlo porque mi hija es lo que más quiero en este mundo y me acuerdo de cuando yo era niña y tuve la suerte de tener a mi madre a mi lado siempre porque ella era ama de casa. A mi padre, por el contrario, no le recuerdo en ninguno de mis festivales de final de curso, ni ayudándome a hacer los deberes, ni llevándome a jugar al parque… No le guardo ningún rencor por ello, evidentemente, porque sé que estaba trabajando para sacarnos a todos adelante, pero yo no quiero perderme tantas cosas de la vida de mi hija. 

– Lo entiendo… – respondió Ruth, pensativa.

Deduzco que tú no tienes hijos, ¿no? – preguntó Nadia con cierto descaro.

– No, no tengo hijos porque no tengo pareja estable. – respondió Ruth con el rostro sombrío.- Yo hace algunos años pensaba como tú, pero tuve un desengaño amoroso con mi novio de toda la vida y desde entonces he cambiado un poco el chip. Ahora solo me apetece divertirme, viajar, salir de fiesta y tener algún que otro rollo con algún tío sin ningún compromiso. Tras la ruptura me hacía ilusiones con cada uno que se acercaba a ligar conmigo en las discotecas, pero eso ya pasó. Me apetece pensar solo en el ahora porque durante mucho tiempo planifiqué mi futuro y al final se fue todo al garete. 

– Bueno, si eres feliz así, es una forma de vida tan respetable como cualquier otra. Yo a veces dudo si hice bien casándome y teniendo hijos tan pronto – confesó Nadia.

– Pero si es lo que tú querías, no tienes porqué dudar. Además, si no te gusta que te juzguen, debes empezar por no juzgarte a ti misma. 

– En eso te voy a dar la razón. 

– Yo he aprendido a no juzgarme y a que no me afecte lo que puedan pensar de mí. Ahora estoy muy feliz con cómo es mi vida, pero soy consciente de que los treinta y tantos no duran para siempre y algún día me gustaría ser como tú, tener un marido, un hijo, una familia. 

– Bueno, todo llega y quizás cuando menos te lo esperes, encuentras al amor de tu vida. 

– Me conformo con que sea alguien que me quiera, me respete y me haga reír mucho.

– ¡Amén! – dijo Nadia dedicándole una gran sonrisa a Ruth.

Las dos chicas comenzaron a reír a carcajadas al tiempo que una voz por megafonía anunciaba que, en breves momentos, el avión aterrizaría en el aeropuerto de El Prat.

Deja un comentario