“Las decisiones que tomamos no solo tienen repercusiones en nuestras vidas, Lara, también repercuten en las de los que más nos importan. Pero está claro que yo a ti no te importo una mierda, por eso vives tu vida sin contar conmigo para nada”. Hacía casi un mes que Carlos se había marchado de casa y las últimas palabras que me dijo todavía resonaban en mi cabeza. Habíamos compartido cama y alquiler durante cinco años y mi decisión de no tener hijos había acabado, en un abrir y cerrar de ojos, con todo aquello que habíamos construido durante ese tiempo.
La maternidad no es un tema baladí, por eso me tomé mi tiempo para valorar si verdaderamente quería ser madre y construir una familia con Carlos. La respuesta a mi pregunta me sobrevino más pronto de lo que imaginaba: no quería tener hijos. Acto seguido comencé a plantearme si sería capaz de tenerlos solo por contentar a Carlos, porque sabía que a él le hacía mucha ilusión ser padre; sin embargo, no me parecía suficiente motivo para traer a un niño a este mundo. ¿Por qué no podemos ser una familia de dos? Él y yo. Nosotros. Para mí era suficiente; para Carlos, no. Cuando se lo conté, comenzó la pesadilla: las discusiones, los llantos, los insultos… Después de varias semanas, todo acabó con un portazo y con unas palabras llenas de rencor.
Me sentía responsable de todo lo que había ocurrido y me avergonzaba tener que exponerme al juicio de los demás: vecinos, compañeros de trabajo, amigos, familia…, de modo que me refugié en mí misma. Apenas salía de casa, no respondía al teléfono y ni siquiera le abría al mensajero cuando venía a traer algún paquete, seguramente para Carlos. Una noche, bien entrada la madrugada, me despertó el sonido del móvil, que estaba vibrando en la mesilla. Iba a ignorarlo y a seguir durmiendo cuando vi en la pantalla que era mi padre.
– ¡Por fin hija! Llevo toda la tarde llamándote.
– Lo siento, papá, es que he estado muy liada – mentí -. ¿Ocurre algo?
– Sí, Lara… – dudó -. La abuela Petra ha fallecido.
Aunque la salud de mi abuela había empeorado bastante en los últimos meses y los pronósticos de los médicos no eran buenos, las palabras de mi padre me cayeron como un jarro de agua fría.
– Lo siento mucho, papá… ¿Y el abuelo cómo está?
– Pues bastante triste, hija. No deja de preguntar por ti. Vais a venir, ¿verdad?
Cuando escuché ese “vais” me acordé de que nadie en mi familia sabía que Carlos y yo ya no estábamos juntos, pero aquel tampoco era el mejor momento para darles la noticia, así que decidí fingir mientras durara el velatorio y el entierro de mi abuela.
– Sí, papá, iré yo. Carlos está de viaje por trabajo y no llega hasta el martes. Pero no te preocupes, voy a darme una ducha, meto un par de mudas en la maleta y en un par de horas estoy allí.
– Bien, hija. Aquí te esperamos.
Llegué a Jara, el pueblo de mis abuelos, cuando estaba amaneciendo y encontré a mi abuelo sentado en el banco que había justo al lado de la puerta de entrada a la casa.
– Abuelo, ¿qué haces ahí?
– Lara, hija, por fin… Había salido a que me diera un poco el aire.
– ¿Pero te encuentras bien?
– Me duele el alma, mi palomita se ha ido…
– Lo sé, abuelo – le dije mientras me sentaba a su lado y le daba un beso en la mejilla -. Pero ya sabíamos que este momento llegaría más pronto que tarde, nos lo habían dicho los médicos. Y la abuela estaba muy enferma, merecía descansar.
– Ya lo sé, pero ahora estoy tan arrepentido…
– ¿Arrepentido de qué? – pregunté sin saber muy bien a qué se refería.
– De haberla tratado cómo lo hice.
– ¿Pero qué dices, abuelo? ¡Si tú siempre has tratado muy bien a la abuela!
– Hija, hay cosas que tú no sabes; de hecho, no las sabe nadie.
– Abuelo…
En ese momento no acerté a decir nada más. Mi abuelo quería hacerme partícipe de un secreto familiar y aunque yo prefería seguir ignorando lo que había sucedido en el pasado entre mis abuelos, sentí que él necesitaba desahogarse conmigo y contarme qué era aquello que le atormentaba.
– Si necesitas hablar de algo, me lo puedes contar, abuelo – le dije mientras deseaba con todas mis fuerzas que no lo hiciera. Me sentía tan desanimada por la partida de Carlos y por la muerte de mi abuela que no me sentía capaz de gestionar nada más.
– Hija, hice algo terrible cuando era joven…
– Tan terrible no sería, abuelo…
– Sí lo fue… Aquí en el pueblo vivía un chico que se llamaba Ramón, tenía más o menos mi edad. No era de Jara, pero vino con sus padres y sus hermanos a trabajar en los campos de cultivo. Allí conoció a tu abuela y se hicieron muy amigos, tanto que todo el mundo comenzó a decir que acabarían ennoviándose. Yo estaba un poco celoso porque había estado pretendiendo a tu abuela durante varios meses y ella no me hacía ni caso. Un tiempo después Ramón se fue a hacer el servicio militar; yo no pude hacerlo porque tenía problemas en la vista. Por aquel entonces yo trabajaba de chico de los recados en la oficina de Correos que había aquí en Jara de modo que tenía acceso a las cartas que llegaban para los vecinos del pueblo…
– ¡Ay, abuelo! ¿No me digas que eso tan terrible que hiciste fue confiscar las cartas que el pobre Ramón enviaba a la abuela?
– Hija, eso estuvo muy mal, lo reconozco, pero hice algo todavía más terrible…
– Me estás asustando, abuelo…
– No solo me quedaba con las cartas que Ramón le enviaba a tu abuela, sino que le mentía a ella cada vez que me preguntaba si había llegado correo para ella. Si hubieses visto la cara de tristeza que se le quedaba cada vez que yo le mentía y le decía que no, que no tenía correspondencia para ella…
– Ya, abuelo, pero no es tan grave…
– Déjame terminar, Lara – dijo tajante y continuó -. Como en mi casa hacía falta el dinero, comencé a trabajar por las tardes como ordenanza en el ayuntamiento y lo compaginaba con mis tareas en Correos. Leía cada carta que Ramón enviaba a Petra y es cierto que él la quería mucho, pues a pesar de no recibir respuestas por parte de ella, el seguía escribiéndole. En una de sus últimas cartas decía que había pedido permiso para venir a Jara a visitar a su familia y que estaba muy ilusionado por verla de nuevo. Yo no podía permitir que se reencontraran, así que hice algo terrible, terrible… – sollozó.
– Tranquilo, abuelo – dije mientras rodeaba fuertemente sus manos con las mías.
– En aquellos días había llegado al ayuntamiento un mandato del gobierno en el que se solicitaba el envío de jóvenes que estaban haciendo el servicio militar para una misión especial en Francia. Cuando el alcalde rellenó la lista de los candidatos para esa misión, me pidió que la llevara a Correos y que la enviaran urgentemente a la capital. Yo estaba decidido a hacer cualquier cosa para que Ramón no volviese tan pronto a Jara, pues necesitaba más tiempo para conquistar a tu abuela, así que añadí su nombre en aquella lista. Unas semanas después comunicaron al alcalde que el comando en el que estaba Ramón había sufrido una emboscada y que el chico había fallecido.
– Es una historia tremenda, abuelo, es cierto. Pero tú no sabías que Ramón podía morir en aquella misión, no fue culpa tuya.
– Pero yo le envié a aquel destino tan trágico y el pobre Ramón no se lo merecía… – decía entre lágrimas mientras escondía la cara entre sus manos -. Todos en Jara estábamos muy afectados por la muerte de Ramón, especialmente tu abuela. Petra estaba abatida… Yo traté de consolarla y de estar a su lado para animarla. A raíz de la desgracia fue que nos hicimos novios.
– Bueno, abuelo, pero a pesar de lo sucedido, conseguiste hacer muy feliz a la abuela y siempre te quiso mucho.
– Me quiso, sí, pero porque Ramón dejó de existir y, aún así, siguió enamorada de él hasta el último de sus días. Ese es el precio que tuve que pagar por hacer lo que hice. Estuve a punto de contárselo muchas veces, pero siempre me arrepentía. ¿Qué iba a ganar con aquello? Total, no le podía devolver a Ramón.
– No te martirices, abuelo. Piensa en lo bonito y positivo. Os quisisteis, formasteis una familia y, a pesar de todo, fuisteis felices.
– Sí, hija, pero fui un egoísta y no pensé en tu abuela ni en lo que ella quería. Decidí por ella y eso fue lo peor de todo porque las decisiones que tomamos no solo tienen repercusiones en nuestras vidas, Lara, también repercuten en las de los que más nos importan.
Al día siguiente, ya en el cementerio, mientras el sepulturero terminaba de acomodar el nicho en que el mi abuela descansaría eternamente, mi abuelo metió en el ataúd el fajo de cartas que Ramón había enviado a mi abuela cuando eran jóvenes y que él había mantenido ocultas durante más de sesenta años; iban acompañadas de una nota: “Espero que puedas perdonarme, palomita”.
Tras el funeral, cuando me despedí de mi abuelo, nos fundimos en un abrazo. Nadie me había preguntado por Carlos en los tres días que estuve en Jara porque creyeron que no me había podido acompañar por estar de viaje; sin embargo, mi abuelo intuyó que había pasado algo entre nosotros y después de abrazarme, me dijo: “No cometas el mismo error que yo, Lara. No seas egoísta y piensa bien las cosas antes de tomar decisiones de las que te puedas arrepentir después”. Antes de montarme en el coche para volver a casa, le mandé un mensaje a Carlos: “Necesito que hablemos. ¿Vienes a casa esta noche?”
Es increíble como los abuelos llegan a conocerte sin necesidad de que digas ni una sola palabra.
Dicen que en el amor y en la guerra todo se vale, pero para el abuelo la victoria se convirtió en martirio eterno.
Relatos que enganchan, siempre esperaremos por el siguiente!
“Para el abuelo la victoria se convirtió en martirio eterno”. Me ha encantado la frase, estás hecho un poeta. 😀