Apenas unos días después de haber ideado el modus operandi que debía llevar a cabo en las próximas semanas, Patricio puso en marcha su plan. Había pensado que sería muy arriesgado tener que coger de la portería las llaves de las casas de sus vecinos cada vez que quisiera entrar en alguna de ellas, de modo que lo más práctico sería disponer de sus propias copias. Así, cada día, cuando pasaba por delante de la garita del conserje, si este no estaba allí, cogía una de las llaves y en su lugar, para que nadie se percatara de su ausencia, dejaba otra, la de su propia casa, la que había pertenecido a su madre.
También había pensado que si iba a la misma ferretería todos los días a hacer las copias de las llaves, seguramente levantaría las sospechas del ferretero; para evitarlo, buscó en las Páginas Amarillas los nombres de cinco ferreterías diferentes, una por cada piso al que iba a entrar, que estuvieran cerca de su barrio. Al cabo de una semana, Patricio ya tenía en su poder todas las llaves que le daban acceso al resto de viviendas de su comunidad. El siguiente paso sería asegurarse de cuándo sería el momento perfecto para entrar en ellas. Para ello, Patricio comenzó a salir más de casa: por las mañanas, iba dos veces al supermercado, a primera hora y cerca de la hora del cierre; por las tardes salía a pasear al parque, o se sentaba en uno de los bancos que había frente a la entrada de su edificio. Aunque no hablaran con él y ni siquiera le saludaran, a sus vecinos les alegraba verle por el barrio, pues pensaban que si salía más era porque había empezado a asimilar la pérdida de su madre y se sentía mucho más animado. Pero nada más lejos de la realidad. El verdadero objetivo de Patricio en aquellas continuas idas y venidas a su casa era saber a qué hora solían irse sus vecinos a trabajar, durante cuántas horas estaban sus casas vacías o si disponían de algún sistema de alarma que alertara a la policía de la entrada de un intruso en la vivienda. Durante un par de semanas se dedicó a recopilar toda aquella información en una pequeña libreta y cuando ya creyó estar preparado, se dispuso a entrar en el primero de los pisos.
Dado su carácter metódico, Patricio comenzó con el primero A; además, como era su primer allanamiento de morada, quería ser precavido y aquel piso estaba en la misma planta que el suyo, de modo que desde allí podría escuchar con facilidad si llegaba alguien y debía volver corriendo a su casa. En el primero A vivía una pareja joven de recién casados, Nacho y Diana. Esa misma semana Patricio les había oído discutir porque, al parecer, el mejor amigo de él le había confesado que siempre había estado enamorado de Diana. Nacho había entrado en cólera y le había prohibido a su mujer hablar con el otro chico, algo a lo que ella se había negado rotundamente. Para tratar de calmar los ánimos los recién casados había decidido hacer una escapada de fin de semana a la playa; eso es lo que les había escuchado decirle al conserje unos días atrás, cuando Patricio bajaba al supermercado. Aprovechando la ausencia de la pareja, Patricio entró en varias ocasiones al piso y curioseó por todas las habitaciones. En una de ellas descubrió muchos lienzos y sobre un caballete, un cuadro a medio terminar que parecía un retrato de Diana, la joven que vivía en aquel piso y que a Patricio le parecía realmente bella.
La segunda de las incursiones de Patricio fue al segundo A, donde vivía Jacinta, una señora mayor que había sido muy amiga de su madre. Jacinta salía poco a la calle, por eso Patricio había llegado a descartar entrar en su casa. Sin embargo, también sabía que Jacinta estaba muy sorda y que después de comer se echaba unas siestas de casi dos horas mientras veía la telenovela de TVE, así que finalmente se decidió a entrar a pesar de que la dueña del piso estuviera dentro. Jacinta vivía rodeada de recuerdos: las fotos de esos hijos y nietos que apenas la visitaban, las piezas de barro cocido hechas por su difunto marido, quien había sido alfarero, los libros que utilizaba para dar clase a sus alumnas cuando era maestra en un colegio femenino en Barcelona… Cuando Patricio ya había inspeccionado todo el piso de su vecina, se quedo parado delante de ella y la observó en silencio. La pobre anciana estaba tan sola como él y parecía estar un poco desatendida: en la cocina se acumulaban los platos sin fregar, las pelusas campaban a sus anchas por toda la vivienda y ella misma vestía siempre con unos camisones llenos de lamparones. Patricio se prometió a sí mismo que al día siguiente subiría de nuevo y mientras ella dormía, se encargaría de limpiar la casa y lavar la ropa sucia.
Una semana más tarde, Patricio tenía prevista su tercera incursión. En esta ocasión se iba a adentrar en el segundo B, el piso en el que residía la familia Pérez-Cansón, formada por cinco miembros: el padre, la madre, los dos hijos y la abuela, quien se había mudado recientemente con ellos. A Patricio le inquietaba un poco entrar en aquel piso pues allí vivían muchas personas y no tenía del todo controlados sus horarios, así que durante algunos días se dedicó a estar más pendiente de sus entradas y salidas del edificio. Uno de aquellos días, cuando salía, se encontró a la abuela de los Pérez-Cansón hablando en el zaguán con Jacinta. “Pues debe ser un duende, un fantasma o algo así, pero desde hace días la casa se limpia sola y mi ropa aparece guardada y limpia en el armario” – le contaba Jacinta a su nueva amiga, que no salía de su asombro, mientras a Patricio se le dibujaba una sonrisa en el rostro al escuchar aquello.
Una noche de esa misma semana Patricio decidió entrar en el segundo B; había oído por el patio central que era el cumpleaños del padre y que iban a ir a celebrarlo con una cena en un restaurante chino que habían abierto recientemente en el barrio, así que no podía dejar pasar aquella oportunidad. Alrededor de las diez de la noche, apenas unos minutos después de que la familia abandonara el edificio, Patricio se disponía a subir sigilosamente al segundo piso cuando escuchó unos gritos. Al principio pensó que serían los vecinos del primero A, que estarían discutiendo de nuevo, pero cuando prestó atención percibió que venían de arriba, del tercer piso. Pensó que alguien podría estar en apuros así que subió y se detuvo en medio del rellano para tratar de averiguar de cuál de las dos viviendas procedían los gritos. El tercero A hacía poco que se había quedado vacío, pues su inquilino, el señor Ramón, había fallecido unos meses atrás. Al parecer, el piso lo había heredado su nieto mayor, quien aquella misma semana había estado vaciando el piso de su abuelo y descargando muebles nuevos de una pequeña furgoneta, pero todavía no se había mudado definitivamente. En el tercero B vivía una joven muy guapa que decían que era modelo y “una fresca”, que tenía muchos “amiguitos”. Patricio no veía nada raro en que la chica tuviera muchos amigos pues, además, siempre le había parecido muy simpática ya que era la única que le daba los buenos días cuando se cruzaban por las escaleras. Tras escuchar con atención Patricio se percató de que los gritos procedían del tercero B y no dudó en entrar por si la joven estaba en peligro. Cruzó todo el piso en un momento y llegó al dormitorio, que estaba al final del pasillo; allí encontró a la chica semi desnuda y a un señor mucho más mayor que ella, tumbado en la cama y sin ropa interior. El señor no se movía y tenía los ojos cerrados por lo que Patricio supuso que estaría dormido. La joven se sobresaltó al ver de repente a Patricio entrar por la puerta, pero siguió gritando: “¡No se mueve! ¡No se mueve! ¡Dios mío, está muerto!”. Mientras lo hacía, cogió a Patricio por los brazos y comenzó a agitarlo. Patricio estaba asustado y los gritos de la joven le pusieron muy nervioso, de modo que al intentar zafarse de ella la empujó con tanta fuerza, que ella perdió el equilibrio y cayó al suelo, golpeándose antes la cabeza con una pequeña mesita. La joven quedó tumbada sobre el frío pavimento en medio de un charco de sangre que cada vez era más y más grande. En aquel momento, el señor que había estado inconsciente en la cama hasta ese momento, se despertó y al contemplar la escena y ver a su amante muerta en el suelo, atacó a Patricio por detrás, agarrándolo fuertemente por el cuello. En una maniobra propia de un karateca experimentado, Patricio redujo con un solo movimiento a su atacante y comenzó a apretar su garganta con las dos manos. Apenas unos minutos después, el señor dejó de respirar y quedó tendido en el suelo, con los ojos abiertos, al lado de del cuerpo sin vida de la chica. Patricio, al verse rodeado por los dos cadáveres en aquella pequeña habitación que olía a sangre y sudor, entró en shock y no hacía más que llorar y darse manotazos a sí mismo en la cabeza. Así le encontraron algunos de los vecinos que, alertados por los gritos, habían subido a ver qué ocurría en el tercero B. Al día siguiente, El Caso abrió con el siguiente titular: “Un hombre de cuarenta años mata a golpes a una vecina y a su amante”. A continuación, en el cuerpo de la noticia se daban todos los detalles de la tragedia: “Al parecer, P.G.B., que es discapacitado psíquico, vivía solo desde que su madre falleció dos meses atrás. Este dramático episodio podría haber sido el detonante del cambio de actitud del hombre, que se había obsesionado con su vecina y no dejaba de acosarla. P.G.B. había hecho copias de las llaves de todas las viviendas que el portero tenía para lograr acceder a la vivienda de la joven fallecida. Al hacerlo en ella habría encontrado en compañía de la chica al otro fallecido, C.P.D., y enfurecido por los celos, habría acabado con la vida de ambos”.
Ezequiel contrató al mejor abogado para defender a Patricio y, aunque ambos creían en su inocencia, las pruebas demostraban todo lo contrario. Encerrado en su celda, Patricio lloraba y recordaba con nostalgia aquellos momentos de su infancia en los que había sido tan feliz entre especias, embutidos, quesos y sacos de legumbres.