Madres

Miguel creció ignorando que sus padres no eran en realidad sus padres sino sus tíos, y descubrió la verdad de aquel gran secreto familiar cuando ya era demasiado tarde para pedirle explicaciones a nadie, cuando ya todos habían muerto.

Don Miguel López de Arregui, su abuelo, granadino de nacimiento, se trasladó a la capital tras finalizar sus estudios en Derecho y allí forjó una sólida carrera como notario. Se casó con Julieta, una joven de familia adinerada a la que conoció en una de esas exclusivas fiestas a las que su jefe, don Perfecto, solía llevarle para que se relacionara con “lo mejorcito de Madrid”. Miguel y Julieta nunca llegaron a quererse, pero aceptaron pasar el resto de sus vidas juntos porque eso era lo que se esperaba de ellos. Un año después de casarse nació su primera hija, Carmen. Julieta se volvió a quedar embarazada en la cuarentena, de modo que en el mismo año en el que había nacido su primogénita dio a luz también a su segunda hija, Lucía. Físicamente las dos niñas se parecían mucho: eran rubias y de tez blanca como su madre, aunque habían heredado los ojos marrones de su padre. En cuanto a su personalidad, nada tenían que ver la una con la otra: Carmen era tranquila, educada y responsable; Lucía, por contra, era muy inquieta y respondona. Cuando crecieron las diferencias entre ellas siguieron aumentando. Carmen comenzó a ejercer de maestra tan pronto como terminó sus estudios y, a los pocos meses, contrajo matrimonio con su novio formal, Julián. Lucía había abandonado sus estudios y se negaba a retomarlos a pesar de la insistencia de sus padres. Ella quería viajar por el mundo y retratarlo todo con esa cámara de vídeo que le habían regalado por su vigésimo cumpleaños por si, a cambio, entraba en razón y comenzaba a comportarse como la jovencita que era. Tampoco los pretendientes que le presentaba su padre, con el fin de que sentara la cabeza, le gustaban. “Yo soy un alma libre, papá. No me pienso casar nunca”, respondía siempre Lucía, sabiendo que así conseguía irritar a su padre. Pero el mayor disgusto que la hija díscola dio a Miguel y Julieta fue cuando, tras dos días sin saber nada de ella, apareció en casa diciendo que estaba embarazada y que iba a criar a su hijo sola. Miguel había conseguido labrarse un buen nombre en la capital y no iba a permitir que el comportamiento de su hija deshonrara a toda a su familia, así que le dio un ultimátum: permanecería en casa durante todo el embarazo y después de dar a luz ellos se harían cargo del bebé y ella se marcharía para siempre.

Carmen y Julián habían intentado tener hijos, pero no lo habían logrado; tras hacerse algunas revisiones médicas, el ginecólogo les había comunicado que Carmen era estéril. La joven estaba abatida desde que había conocido la noticia, pero Miguel no iba a consentir que a su hija preferida, su ojito derecho, se le negara la oportunidad de ser madre, de modo que sentenció que su primogénita fingiría ante todos estar embarazada y tras el nacimiento del hijo de Lucía, ella y Julián se convertirían en los padres legítimos del recién nacido. Al principio, la arriesgada idea del notario no gustó a Carmen ni a Julieta, pero como esta nunca contradecía a su marido, trató de convencer a su hija con la ayuda también de Julián. “Carmencita, tu hermana es la oveja negra de esta familia. Nunca ha aprovechado las oportunidades que le ha brindado vuestro padre y si no lo impedimos, se llevará a ese niño y lo criará de cualquier forma. Además, ella no quiere a ese bebé y yo daría lo que fuera por ser padre, Carmencita”. Aquellas palabras de Julián hicieron cambiar de opinión a Carmen, quien, aún así, insistió en hablar del asunto directamente con su hermana.

Durante los primeros meses de embarazo Lucía tenía claro, a pesar de lo que había acordado con su familia, que después del parto, cuando ya se hubiera recuperado, se marcharía de aquella casa, pero se llevaría a su hijo con ella. Sin embargo, en aquel tiempo también se dio cuenta de lo ilusionada que estaba Carmen ante la idea de poder ser madre, aunque lo tuviera que ser de su propio sobrino. La veía acariciarse aquella barriga postiza que se colocaba cada día antes de salir a la calle y se le partía el alma al imaginarla teniendo que fingir después, siguiendo también las indicaciones de don Miguel, que había perdido el hijo por el que tan ilusionada estaba. Lucía decidió en aquel mismo instante que todo se haría tal y como había dicho su padre y ella se marcharía de Madrid sin mirar atrás. El día de su partida, en mitad de la noche para que nadie la viera, las dos hermanas se fundieron en un sentido abrazo. “Luci, gracias de corazón por lo que has hecho, ha sido un acto de amor muy generoso”, le dijo Carmen al oído a su hermana pequeña. Esta simplemente le dio un beso, le dedicó una sonrisa y se fue con los ojos llenos de lágrimas.

Lucía regresó a Madrid tras el funeral de su padre, diez años después de su partida. Su madre también había fallecido ya, y aunque Carmen la había avisado de la noticia, Lucía no quiso volver a despedirse de doña Julieta por las posibles represalias de su padre. En aquellos diez años la hija pequeña de los López de Arriaga – Domínguez había viajado prácticamente por todo el mundo, filmando y fotografiando todos aquellos acontecimientos con los que se iba encontrando. Después vendía sus reportajes a las principales agencias de noticias del mundo, que la consideraban una de las mejores fotoperiodistas del momento. Estuviera donde estuviera, Lucía siempre sacaba tiempo para escribirle a su hermana; en el mismo sobre en el que metía la carta dirigida a ella, en la que le preguntaba por el pequeño Miguel, enviaba una bonita postal que dedicaba a su sobrino. “De tu tía Lucía, que te quiere con locura y que espera poder conocerte algún día”. Todas esas postales que el niño fue coleccionando y guardando en una caja de latón, terminaban con aquella frase.

El día en el que finalmente se produjo el encuentro entre madre e hijo, Carmen sintió una punzada en el corazón. ¿Y si Lucía decidía contarle al niño que ella era en realidad su madre? Lucía tuvo que jurarle a su hermana mayor que aquello nunca sucedería, que solamente quería ver crecer a Miguelito y estar a su lado, pero nada más. “Tú eres su madre, Carmen. Yo solo soy su tía. Lo tengo claro desde el momento en el que me marché de aquí y lo dejé a vuestro cargo. Nunca voy a revelar nuestro gran secreto familiar”. Y así fue: todos se llevaron aquel secreto a la tumba. Don Miguel López de Arregui, su esposa Julieta Domínguez, Carmen, Julián y la propia Lucía, que les había sobrevivido a todos y que, aún así, no había incumplido su promesa de no contarle la verdad al pequeño Miguel. Sin embargo, este lo terminó por descubrir. Siendo ya un adulto, cuando decidió poner en venta la casa que había heredado de su abuelo, descubrió entre las pertenencias de su tía un fajo de cartas que había intercambiado con su madre durante diez años. Tras su lectura se dio cuenta de que toda su vida se había basado en un engaño y que aquel presentimiento que le había acompañado desde niño era cierto: su tía Lucía era, en realidad, su madre.

One Reply to “Madres”

  1. Fantàstic també, tens molta imaginació, i escrius de manera cinematogràfica, és com si veguera la escena que estàs escribint.

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