Siempre fui un niño con una gran imaginación; durante el verano, cuando me tumbaba en el prado a contemplar las nubes, era capaz de identificar en ellas todo tipo de fantásticas e inverosímiles criaturas: un gato gigante de tres cabezas, una niña con cola de dragón, un hipopótamo con un lazo en la cabeza… También me encantaban los trucos de magia y podía hacer desaparecer cualquier objeto ante el asombro de mi público, que solía estar formado por mis padres y mi abuelo. Precisamente fue él, mi abuelo, quien me enseñó a contar buenas historias: “Pedrito, un buen relato debe contener siempre una buena dosis de amor, de intriga y, sobre todo, un giro inesperado que deje al lector con la boca abierta. Y los personajes, Pedrito, ¡no te olvides de ellos! Es importante que los describas minuciosamente, al igual que el lugar en el que se produce la acción. Debes trasladar al lector a ese lugar y hacerle imaginar al protagonista tal y como tú lo habías imaginado. Los personajes deben ser gente normal, del montón, para que el lector empatice con ellos y se sorprenda aún más cuando llegue ese giro en la historia sobre el que te insistía antes”. Mi abuelo era un escritor frustrado, pero los buenos consejos que me daba unidos a mi gran imaginación, me hicieron ganar numerosos premios en concursos de relatos y mis historias resultaban ser siempre las más aplaudidas en el campamento de verano, cuando nos sentábamos alrededor del fuego a contar improvisados cuentos de terror. A pesar de mi buena fama como cuentista, apenas tenía amigos y como tampoco tenía hermanos, la imaginación fue mi refugio durante mi solitaria aunque feliz infancia. Al final me acostumbré a jugar solo o en compañía de Mígue, mi amigo imaginario, chino y con gafas, que soñaba con convertirse en dentista. Mígue no fue solo un amigo de la infancia, sino que me ha acompañado durante toda mi vida y, a pesar de ser un miedica, siempre me ha seguido en todas mis aventuras, incluso cuando tuve la mala idea de colarme en aquella habitación de hotel de Florencia.
Para celebrar sus bodas de plata, mis padres decidieron organizar un viaje familiar en el que recorrimos diferentes ciudades de Italia: Venecia, Roma, Pisa, Siena… En Florencia nos alojamos en el hotel Degli Orafi, ubicado cerca de la Galería Uffizi, porque mi madre, que era toda una cinéfila, sabía que allí, concretamente en la habitación 414, se había rodado una de sus películas favoritas: Una habitación con vistas, del director estadounidense James Ivory. El hotel contaba con una pequeña biblioteca en la que Mígue y yo pasábamos largos ratos mientras esperábamos a que mis padres se arreglaran para salir. Allí solíamos coincidir con una misteriosa mujer que siempre nos saludaba con una gran sonrisa: “Buongiorno, ragazzi”. Parecía Anita Ekberg, la eterna Sylvia de La dolce vita de Federico Fellini: larga y ondulada cabellera rubia, labios rojos y carnosos, ojos de color azul cristalino y una figura que quitaba el hipo. Mígue y yo estábamos en plena pubertad, de modo que mientras aquella impresionante mujer compartía espacio con nosotros en la biblioteca del hotel, apenas podíamos prestarle atención a nada más. En alguna ocasión también coincidimos con ella durante el desayuno en el comedor del Degli Orafi. Allí solía acudir acompañada de un señor de rostro serio e impenetrable, mucho mayor que ella y con el que apenas intercambiada un par de palabras. Ese halo de encanto y felicidad que ella desprendía mientras leía Romeo y Julieta en la biblioteca quedaba totalmente opacado ante la presencia de su anodino acompañante, con el que se mostraba seria y distante.
Una tarde, cuando regresamos de pasar el día en Siena y San Gimignano, escuché unos ruidos extraños en una de las habitaciones contiguas a la nuestra. Mígue estaba realmente asustado pero aún así decidió acompañarme cuando fui a averiguar qué estaba ocurriendo. Los ruidos procedían de una de las suites que había en la planta en la que estábamos alojados. Cuando nos acercamos a la puerta de la habitación, nos dimos cuenta de que estaba entreabierta, por lo que decidimos entrar. En el interior estaba todo bastante desordenado: había ropa por el suelo y por encima del sofá; una pequeña pila de libros se había caído y había quedado desparramada por encima de la mesa junto a algunas joyas, varios botes de ansiolíticos y vino derramado de un par de copas. Mígue no dejaba de suplicarme que saliéramos de allí, pero yo no iba a marcharme sin averiguar qué había ocurrido en aquella habitación. La puerta del baño también estaba entreabierta y tras ella descubrimos una escena que quedó grabada en nuestras retinas para siempre: la misteriosa mujer de la biblioteca estaba desnuda en la bañera, con el cuello seccionado y los ojos abiertos de par en par. Mígue y yo nos quedamos paralizados ante el cuerpo sin vida de nuestra Anita, pero el ruido de unos pasos dirigiéndose hacia el baño nos pusieron en alerta, de modo que nos escondimos detrás de la puerta. La persona que estaba arrodillada, llorando ante el cadáver de nuestra amiga era el señor que siempre la acompañaba en el desayuno. ¿Sería él quien la había matado? ¿Habría sido un crimen pasional? No parecía sorprendido por haberla encontrado muerta, ¿pero entonces por qué lloraba? Mientras yo me hacía todas estas preguntas, Mígue tiró de mí y me hizo salir corriendo del baño ante la sorpresa del posible asesino. Fuimos directos a la habitación de mis padres y entre lágrimas y jadeos traté de explicarles lo ocurrido. Mis padres no podían creer lo que les estaba contando, pero aún así decidieron avisar al director del hotel para que comprobara si mi historia era cierta. Acompañado por el señor Bassani, por Mígue y por mis padres, llamamos a la puerta de la habitación 412. Un par de minutos después ésta se abrió y tras ella apareció el supuesto asesino, el señor Marchetti, que me dirigió una mirada que me dejó petrificado. La habitación estaba perfectamente recogida y no había rastro alguno del desorden del que Mígue y yo habíamos sido testigos. En italiano, el director del hotel le explicó lo sucedido y mi archienemigo respondió con unas fuertes carcajadas; acto seguido llamó a una mujer: Nicoletta, vieni qui! De la nada apareció ella, la misteriosa mujer de la biblioteca, con un libro bajo el brazo y su habitual sonrisa; estaba perfectamente y no parecía tener ningún rasguño, de modo que todos se me quedaron mirando, entre molestos y enfadados por lo que creían que había sido una invención mía.
– ¡Menudo bochorno nos has hecho pasar con el director del hotel y con esos señores, Pedrito!
– ¡Pero que es verdad, papá! ¡Esa señora estaba muerta en la bañera! Mígue también lo vio.
– ¡Déjate de historias y de amigos invisibles, que ya eres grandecito, hijo!
– La señora esa, la tal Nicoletta, es una impostora. El libro que llevaba en la mano no era Romeo y Julieta, que era su favorito. ¡Mi Anita está muerta!
– ¡Ya está bien, Pedro! Cuando lleguemos a casa vas a estar castigado una buena temporada.
Muchos años después, siendo ya un adulto, volví al Degli Orafi; afortunadamente, el señor Bassani, que seguía dirigiendo el hotel, no se acordaba de mí ni del incidente que había protagonizado algunos años atrás. A Mígue no le hacía mucha ilusión volver a aquel hotel, pero a mí me parecía que tenía una cuenta pendiente con ese lugar y tenía la esperanza de volver a encontrarme cara a cara con el asesino de nuestra Anita, aunque sabía que era prácticamente imposible. Sin embargo, como ocurre en las buenas historias, nunca se puede dar nada por sentado, y en nuestro último día en Florencia, nos cruzamos con el señor Marchetti. O quizás no, no lo sé. Siempre tuve una gran imaginación.