– ¡Damián, despierta, despierta! – dijo Lucía al tiempo que levantaba la persiana de la habitación con una mano y con la otra sacudía la sábana con la que se arropaba su sobrino para tratar de despertarle.
– ¡Ay, tía, que hoy tengo turno de tarde en la pizzería y anoche tuvimos mucho trabajo y llegué a las tantas! ¡Déjame dormir un poco más! – se quejó el joven mientras cogía la sábana que su tía le había arrebatado y se cubría la cabeza con ella.
– ¡Damián, que te digo que te levantes, que ha venido un señor preguntando por ti! ¿En qué lío te has metido?
– ¿Un señor? – preguntó Damián, extrañado.
– Sí, hijo, sí, un señor con traje y muy serio te está esperando en el salón porque dice que quiere hablar contigo de algo muy urgente. ¿Qué has hecho, Damián? ¡Qué disgusto, qué disgusto!
– ¿Disgusto por qué? También podría ser algo bueno, ¿no? – dijo Damián con irritación.
– Ay, hijo, ojalá, pero a nosotros no nos pasan cosas buenas. Desde lo de tus padres no levantamos cabeza en esta familia… ¡Mi pobre hermana!
Damián había perdido a sus padres en un accidente de coche cuando apenas era un niño y, desde entonces, sus tíos se habían hecho cargo de él. Había crecido oyendo los lamentos de su tía, las quejas de su tío por tener que criar a un niño más y los insultos de sus primos, que le veían como a un intruso. Damián siempre se sintió fuera de lugar en aquella casa aunque su tía, que le quería como a un hijo, tratara de hacerle sentir como a uno más. De niño había querido escapar en más de una ocasión y ahora que ya era un adulto no veía el momento de emanciparse. Estaba preparando las oposiciones para el Cuerpo Nacional de Policía y para costearse los gastos de la academia y poder llevar algo de dinero a casa tenía tres trabajos: entre semana, por las mañanas, trabajaba de cajero en un supermercado del barrio y por las tardes se dedicaba a pasear a los perros de los vecinos de un lujoso barrio residencial cercano. Los fines de semana tenía horario intensivo en una conocida cadena de pizzerías. Damián había empezado a trabajar con dieciséis años recién cumplidos porque quería depender lo menos posible de sus tíos y quería compensar el esfuerzo que ellos habían hecho para criarlo, aunque fuera a regañadientes, como en el caso de su tío. Ahora prácticamente vivía para trabajar, pero no le importaba, ya que si quería conseguir su objetivo, debía ser constante y esforzarse cada día para estar un poco más cerca de alcanzarlo.
– Buenos días – dijo Damián, dubitativo, mientras entraba en el salón seguido por su tía.
– Buenos días. Es usted el señor Guzmán, ¿verdad?
A Damián nunca antes le habían tratado con aquella formalidad, de modo que se puso un poco nervioso.
– Emm, sí… Sí… Yo soy Damián Guzmán, sí.
– Muy bien. Yo soy Rogelio Martínez, la mano derecha de don Ginés Torralbo, en paz descanse.
– ¿Quiere tomar algo, señor Rogelio? Acabo de preparar un gazpacho andaluz rico, rico – preguntó de repente la tía de Damián, que también estaba muy nerviosa por la visita de aquel misterioso señor.
– No, señora, muchas gracias – respondió el señor Martínez un poco molesto por la interrupción -. A lo que iba: don Ginés Torralbo hizo constar antes de fallecer que don Damián Guzmán, aquí presente, heredara el cincuenta por ciento de su fortuna. El cincuenta por ciento restante irá a parar a diferentes causas benéficas con las que el señor Martínez ya colaboraba en vida.
– ¿Que mi Damián ha heredado el cincuenta por ciento de qué? – interrumpió de nuevo Lucía.
– A ver, a ver, pero debe tratarse de un error, señor – intervino Damián -, yo no conozco a don Ginés Torralbo. Debe haberse confundido de persona, debe tratarse de otro Damián Guzmán.
– He hecho mis propias averiguaciones antes de presentarme en su casa, señor Guzmán, créame. Es usted quien pasea a las mascotas de los vecinos del complejo residencial Dos Montes, ¿verdad?
– Sí.
– Y también trabaja en un supermercado y en una cadena de pizzerías. ¿Me equivoco?
– No, es cierto.
– Y vive con sus tíos desde que era niño porque sus padres murieron en un accidente de tráfico el 10 de noviembre de 1993, cuando venían de pasar el fin de semana en una casa rural con unos amigos. Usted, afortunadamente, salió ileso de aquel trágico suceso.
– ¿Cómo sabe usted todo eso? – preguntó Damián entre molesto y sorprendido.
– Porque he hecho mi trabajo – respondió el señor del traje con cierta chulería.
– Bueno, en cualquier caso, le repito que yo no conocía al señor Torralbo, de modo que no puedo aceptar su herencia.
– Pero don Ginés sí le conocía a usted. El señor Torralbo vivía en Dos Montes y usted suele pasear a Rocky, su labrador. Creo que coincidió con él en una ocasión, cuando usted fue a recoger al perro.
Damián hizo memoria y, en efecto, recordó que había hablado con el dueño de Rocky varios meses atrás.
– Sí, estuvimos charlando, pero ese no es motivo suficiente para dejarle tu fortuna a alguien.
– Bueno, por lo poco que me contó, usted le cayó bastante bien. Me dijo que le recordaba a él cuando era joven. Don Ginés provenía de una familia bastante humilde y, como usted, quedó huérfano muy pronto, de modo que le crió su abuela. No tuvo una vida fácil, pero al final logró crear un imperio de la nada. Se casó, pero no tuvo descendencia, de modo que siempre dijo que iba a dejar sus ahorros y sus propiedades a diferentes entidades sin ánimo de lucro. Sin embargo, después de conocerle, quiso modificar su testamento. El quería que usted se trasladara a su casa de Dos Montes y que se siguiera encargando de Rocky. En cuanto al dinero, tendrá una asignación mensual de tres mil euros para sus gastos. Don Ginés no quería que perdiera el norte al verse con una gran fortuna en su poder, el quería que viera todo esto como una simple ayuda.
El señor Martínez guardó silencio con el fin de que Damián asimilara todo lo que le había contado y esperó pacientemente su respuesta. Pasaron varios minutos hasta que el joven empezó a reír, se volteó a mirar a su tía y con los ojos llenos de lágrimas, le dijo:
– ¿Ves, tía? Te dije que sería algo bueno.