<< Lola y yo fuimos muy buenas amigas cuando éramos niñas. Vivíamos en el mismo barrio e íbamos juntas a clase; ¡éramos inseparables! Cada tarde, después del colegio, solíamos ir a su casa a hacer los deberes; a mí me encantaba pasar las tardes allí, en aquella vivienda grande y luminosa que nada tenía que ver con el pequeño piso, ubicado en la cuarta planta de un edificio viejo y sin ascensor, en el que vivíamos apelotonados mis padres, mis tres hermanos pequeños y yo. La casa de Lola tenía las paredes blancas y los techos muy altos, y estaba llena de pasadizos y rincones secretos que íbamos descubriendo cuando jugábamos al escondite. Aunque mi habitación favorita de la casa era, sin duda, la habitación de juegos de mi amiga, que era más grande que nuestro salón y estaba llena de libros, disfraces, juguetes y muñecas. Para una niña de ocho años como yo que apenas tenía tres juguetes y que debía compartirlos, además, con sus hermanos, aquello era el paraíso. Lola era hija única y sus padres tenían una buena posición económica, de modo que le consentían todos sus caprichos; aún así, Lola nunca fue una niña mimada que no valoraba lo que tenía, sino todo lo contrario, siempre fue muy cauta y educada, responsable y estudiosa.
La amistad entre Lola y yo continuó siendo muy estrecha hasta la adolescencia, momento en el que teníamos que cambiar de centro escolar para continuar con nuestros estudios de bachillerato. Yo seguí estudiando en el barrio, en el instituto que quedaba más cerca de mi casa, pero a Lola la matricularon en uno de los colegios más exclusivos de la capital, de modo que, de un día para otro, perdí a la que hasta entonces había sido mi mejor amiga. Durante los primeros años nos continuamos viendo de vez en cuando, cuando Lola volvía al barrio a visitar a sus padres. Al principio me hacía mucha ilusión reencontrarme con ella, pero con el paso del tiempo volver a verla me incomodaba bastante, de modo que hacía todo lo que podía para evitar reunirme con ella. Lola había terminado con matrícula de honor su carrera universitaria, había aprendido idiomas, había viajado por todo el mundo. Es decir, había logrado vivir todas aquellas experiencias que, de niñas, habíamos fantaseado con vivir juntas. Sin embargo, yo tuve que dejar de estudiar cuando mi padre nos abandonó para poder llevar algo de dinero extra a casa; trabajé cuidando niños y ancianos, limpiando, de peluquera, de cajera de supermercado. Los trabajos no me duraban y los novios tampoco; estuve saliendo con varios chicos, pero todos querían lo mismo de mí y no era, precisamente, mi amor eterno. Lola era una mujer de éxito a punto de casarse con un apuesto francés al que había conocido en uno de sus viajes a París. Yo a su lado no era nadie y me sentía fuera de lugar cuando me hablaba de su trabajo o de sus planes de futuro con Jacques.
Durante algunos años no tuve ningún tipo de contacto con ella, aunque estaba al tanto de sus logros profesionales y personales a través de la televisión y las revistas del corazón. Mi amiga de la infancia, ahora conocida como “la gran Lola Sardá”, se había convertido en una reputada periodista que conducía el programa matinal más visto de la parrilla televisiva. Había tenido su tercer hijo hacía apenas un par de meses y lucía una figura estupenda. Frecuentaba los clubs y las cenas más exclusivas de Madrid del brazo de Jacques Courier, “el único amor de mi vida”, tal y como ella le describía en las numerosas entrevistas que le hacían, muchas de ellas con motivo de la publicación de sus novelas, que eran un éxito de ventas. En tan solo unos años Lola había conseguido amasar una pequeña fortuna que le había permitido comprar dos casas en el centro, una para ella y su familia, y otra para sus padres, que habían abandonado su casa del barrio para irse a vivir más cerca de su hija. Poco tiempo después me enteré también por los medios de comunicación de que los padres de Lola habían fallecido en un accidente de coche y que ella se hallaba sumida en un profunda depresión; para tratar de superarla, había decidido volver al barrio, a su casa de toda la vida, llena de recuerdos de los momentos más felices de su niñez. En una de sus visitas a la casa para comprobar el estado de las reformas, Lola contactó conmigo. Me hizo ilusión que, después de tanto tiempo sin tener relación la una con la otra, quisiera que retomáramos nuestra amistad. La vi tan decaída y desanimada que le propuse ayudarla con la mudanza y a ella le entusiasmó mucho la idea. Cuando ya estuvieron totalmente instalados en la casa, me trasladé a vivir con ellos como empleada interna, aunque todos me trataban como si fuera una más de la familia.
Cada mañana Lola se marchaba muy temprano a trabajar y ya no volvía hasta después de comer. Su marido era arquitecto y aunque trabajaba desde casa, desde la antigua habitación de juegos de Lola, que es donde había instalado su despacho, a veces salía a visitar a sus clientes. Me encantaban esas mañanas en las que, después de llevar a los niños al colegio, me quedaba sola en aquella enorme casa que tan buenos recuerdos traía a mi memoria. En aquellos ratos de soledad, cuando terminaba mis tareas, me dedicaba a hurgar en los cajones de Lola. Al principio me daba cierto reparo, pero después empecé a decirme que no había nada de malo en ello. Me probaba la ropa de mi amiga, sus bolsos, sus vestidos de fiesta, sus Jimmy Choo, sus pendientes y collares, y me miraba durante mucho tiempo en el espejo. Aquella mujer que se veía reflejada en él era la que yo siempre había querido ser. La vida perfecta que Lola había construido, con una carrera llena de éxitos profesionales y formando una idílica familia, era la que yo tantas veces había imaginado para mí, de modo que convertirme en ella de vez en cuando era mi forma de vengarme del destino, que había decidido que yo no merecía todo aquello. Además de disfrutar de su ropa y del jacuzzi de su habitación, también me acostaba a descansar en su cama. Adelgacé, me corté el pelo y me lo teñí de un color más claro, parecido al tono rubio de su cabello. “Cualquier día te voy a confundir con mi mujer” – había bromeado Jacques al verme con mi nuevo look. El marido de Lola era muy apuesto y educado, nada que ver con los hombres con los que me había encontrado a lo largo de mi vida, y yo me había sentido atraída por él desde el día en que le conocí. Una noche, aprovechando que Lola estaba dirigiendo un programa especial con motivo de las elecciones generales y que los niños ya estaban dormidos, me colé en la habitación del matrimonio. Jacques había vuelto algo embriagado de una cena con amigos y dormía plácidamente, de modo que me metí en la cama con él y empecé a besarle por el cuello; él no tardó en despertarse y, creyendo que yo era su mujer, empezó a besarme apasionadamente y a quitarme la ropa poco a poco. Fue la mejor noch… >>
– ¡Señoría, llevamos media hora escuchando hablar a la acusada y todavía no ha respondido a mi pregunta!
– Cálmese, letrado. Y usted, señora Pazos…
– Señorita Pazos.
– Bien. Usted, señorita Pazos, limítese a responder lo que se le pregunta.
– Vale. ¿Cuál era la pregunta?
El abogado, irritado, volvió a formular la pregunta a la acusada:
– Señorita Pazos: ¿admite usted haberse aprovechado de la buena fe de su amiga de la infancia, la señora Sardá, para instalarse en su casa y recuperar así su confianza?
– Lo admito.
– ¿Admite usted haberse aprovechado de las condiciones de vulnerabilidad del señor Courier para meterse en su cama y hacerle creer que era su mujer con el fin de que mantuviera relaciones sexuales con usted?
– Bueno, yo no pretendía hacerle creer nada. Si el creyó que…
– ¡Responda! ¿Se aprovechó o no se aprovechó usted del señor Courier?
– ¡Sí, me aproveché de él!
– ¿Y admite usted haberse obsesionado hasta tal punto con la señora Sardá que ideó un plan para envenenarla poco a poco con ricino?
– Lo admito.
– No hay más preguntas, señoría.