En el barrio todos conocían a Patricio, el hijo de la difunta doña Eulalia, quien había regentado una tienda de ultramarinos en el vecindario durante más de cuarenta años. Había montado el negocio junto con su marido poco después de casarse y de mudarse a aquella zona de Madrid en la que habían conseguido comprar por una miseria una pequeña vivienda y un local en los bajos del edificio. Ya lo verán, ya, dentro de unos años todos los madrileños se pelearán por mudarse a este vecindario y tendrán mucho éxito con su tienda – les había asegurado el trabajador de la constructora para lograr venderles los inmuebles. A pesar de que el éxito que se le auguraba al barrio de San Gabriel nunca se dio y de que Eulalia enviudó siendo muy joven, logró sacar adelante su negocio y criar ella sola a su hijo.
El pequeño Patricio no era como los demás niños; era introvertido y apenas hablaba, pero era curioso y lo observaba todo de forma minuciosa, casi sin pestañear. Parecía estar siempre inmerso en su propio mundo. No tenía amigos y en el colegio todos se referían a él como “el rarito”, aunque no le insultaban ni se metían con él pues su gran tamaño y su inexpresivo rostro intimidaban incluso a los niños más mayores del centro. A falta de amigos con los que jugar, Patricio pasaba las tardes en la trastienda del ultramarinos y mientras su madre atendía a los clientes, él se encargaba de ordenar el género nuevo que les llevaban los proveedores. Leía las etiquetas de todos los productos que debía colocar y así aprendía de dónde procedían o cómo debían cocinarse. Patricio era muy feliz en la tienda de sus padres y creció entre especias, embutidos, quesos y sacos de legumbres, por eso se disgustó tanto cuando Eulalia decidió venderla a una cadena de supermercados que le había hecho una oferta muy tentadora por el local. Le faltaba apenas un año para jubilarse, de modo que pensó que no podía dejar pasar aquella oportunidad; con el dinero que le iban a dar y todo lo que ella había ido ahorrando desde que nació Patricio, él podría vivir holgadamente incluso cuando ella faltara. Quería dejarlo todo bien atado para cuando aquello ocurriera, de modo que también había acordado con Ezequiel, el gestor del banco, quien había sido muy buen amigo de su difunto marido, que cuando en la cuenta empezara a escasear el dinero, podían vender el piso y con el dinero de la venta, enviar a Patricio a un centro especializado. El mismo día que Ezequiel había acompañado a Eulalia al notario para dejar por escrito todas sus voluntades, Eulalia falleció; se estaba despidiendo de su amigo mientras cruzaba la calle para entrar en el portal de su edificio y no se percató de que venía un coche a toda velocidad. Cuando el joven conductor del vehículo quiso esquivarla, ya era demasiado tarde.
A todos en el barrio les conmocionó la pérdida de Eulalia, la tendera más querida de San Gabriel. Y a todos les sorprendió también que ni siquiera tras el trágico accidente, no se dibujara en el rostro de Patricio un atisbo de tristeza por la pérdida de su madre. Sin embargo, aunque no lo manifestara, Patricio estaba desolado; en poco tiempo, su pequeño mundo se había desvanecido. Su madre ya no estaba con él y tampoco podía ir a la tienda, ¿qué haría ahora durante todo el día? En las semanas que siguieron a la muerte de Eulalia, Ezequiel visitaba a Patricio a diario y no dejaba de sorprenderle lo bien que este se manejaba en la cocina, cómo de limpia y ordenada tenía la casa y el aspecto aseado que presentaba siempre. Estaba claro que Eulalia había enseñado muy bien a su hijo a valerse por sí mismo. Como todo parecía estar en orden, las visitas de Ezequiel dejaron de ser tan continuadas y Patricio se quedó bastante solo.
Un día, cuando volvía de comprar algunas cosas del supermercado que se ubicaba ahora en la que había sido la tienda de sus padres, Patricio escuchó un sonido extraño al entrar en el zaguán de su edificio. Parecía provenir de la portería, de modo que, sigilosamente y cargado con todas las bolsas de la compra, se acercó a ver de qué se trataba; allí descubrió que el sonido extraño eran los ronquidos del portero, quien dormía a pierna suelta en lugar de estar cumpliendo con sus obligaciones. Aprovechando el estado de casi inconsciencia del portero, Patricio lo observó todo con atención; encima de la mesa se amontonaban los sobres de correspondencia para los vecinos, que compartían espacio con todo tipo de elementos: restos de un bocadillo, una lata de cerveza, un destornillador, un par de revistas eróticas, un cortauñas, un paraguas plegable, una maceta con un cactus, un chupete ennegrecido, un mechero y un paquete de cigarrillos. De las paredes colgaban, también de forma desordenada, todo tipo de carteles publicitarios y de avisos de y para los vecinos. En el único lugar donde parecía no haber cundido el caos era en el casillero en el que se guardaba una copia de las llaves de todas las viviendas del edificio. Hacía poco que Patricio había empezado a espiar a sus vecinos; se sentía muy solo, de modo que, a veces, cuando subía por las escaleras y escuchaba voces en casa de algún vecino, pegaba su oreja a la puerta del piso del que procedían para saber de qué hablaban. Otras veces se asomaba por la ventana de la cocina, que daba a un patio interior, y mientras tendía la ropa recién lavada, trataba de ver qué hacían sus vecinos de enfrente o los de los pisos inferiores. Dada su nueva afición espiadora, Patricio se alegró mucho cuando vio todas aquellas llaves que le permitían introducirse fácilmente en los pisos de sus vecinos. Como sabía a qué hora solían marcharse y llegar todos ellos, sería fácil entrar en las viviendas sin ser pillado in fraganti. ¿Qué encontraría en ellas? Aquella misma noche Patricio empezó a diseñar su plan de acceso a las casas de sus vecinos.
* CONTINUARÁ *
Molt bé, Laura, he d’entrar per aci perque ja feia temps que no te llegia res, ja saps, ens falta temps per tot, pero és molt interessant el que escrius. Seguix, sempre, cada día. Val la pena.