Encarnación era una de las residentes más veteranas del Centro de mayores Monte Olmo, ubicado en la sierra madrileña; vivía allí desde la muerte de su marido, quien había fallecido diez años atrás. Encarnación había llegado a la capital desde su localidad manchega natal y había comenzado a trabajar como asistenta en la casa de don Julián con apenas veinte años. Habitualmente se encargaba de los niños, de llevarles y traerles del colegio, de darles la comida y la merienda y de bañarlos cada noche; sin embargo, cuando doña Carmen cayó enferma tras dar a luz al tercero de sus hijos, se dedicó en cuerpo y alma a cuidar de ella hasta que, finalmente, falleció. Al poco tiempo de quedar viudo, don Julián, a quien siempre le había llamado la atención la belleza de la joven Encarnación, decidió invitarla a una fiesta en el Círculo de Empresarios del Metal, evento en el que fueron la comidilla de todos los asistentes. El inesperado romance entre el rico empresario y una de sus empleadas, quince años más joven que él, no fue del agrado de muchos de sus familiares y amigos, pues todos creían que Encarnación únicamente estaba interesada en el dinero de don Julián, de modo que, a pesar de los esfuerzos de ella por tratar de integrarse en el ambiente de don Julián, nunca logró quitarse la etiqueta de cazafortunas que le habían asignado, ni siquiera después de que firmara la separación de bienes para casarse con el que había su jefe. Encarnación y don Julián nunca tuvieron hijos, por eso ella siempre buscó el afecto de los hijos de su marido, esos que ella misma había criado y que, tras la muerte del padre, hicieron todo lo posible para ingresarla en Monte Olmo y evitar así que pudiera disfrutar de los bienes que don Julián había determinado en su testamento que fueran para ella. Encarnación no opuso resistencia a la artimaña orquestada por los tres hermanos Álvarez: sin Julián a su lado, todo lo demás le daba igual. Tenía asumido que pasaría el resto de sus días en aquella residencia, de modo que trató de tomárselo de la mejor manera posible: ayudaba tanto a preparar las comidas y las cenas para el resto de residentes como a limpiar y ordenar las habitaciones; además, su gran vitalidad y sentido del humor le sirvieron para ganarse el afecto de todos los que convivían con ella en Monte Olmo. Sin embargo, a pesar de todo ello, la tristeza que se adivinaba en su mirada delataba un pasado más lleno de sombras que de luces.
Un día cualquiera, mientras Encarnación se encargaba de pasar la mopa por el hall de entrada a la residencia, alguien le lanzó un piropo desde el jardín. Ella hizo caso omiso al comentario pues imaginaba que se trataría de Miguel, uno de los nuevos residentes. Había llegado hacía apenas un mes y en dirección ya se habían recibido varias quejas por su comportamiento libertino y descarado para con algunas de las señoras de Monte Olmo.
– ¡Encarni, no me haces ni caso! – se quejó Miguel mientras cruzaba el umbral de la puerta a través de la que se accedía al hall desde el jardín.
– Me llamo Encarnación, Miguel, y no te hago caso porque ni quiero que te metas en más líos. Deja de comportarte como un quinceañero – le advirtió Encarnación.
– ¡Pero es que me siento como si tuviera quince años! Y aquí me tienen, encerrado – respondió, resignado.
– ¿Y dónde vas a estar mejor que aquí, truhán? – bromeó ella.
– Pues se me ocurren un millón de sitios mejores que este, la verdad. No me he pasado la vida trabajando para acabar en residencia de estas, pero la bruja de mi nuera le ha comido la cabeza al calzonazos de mi hijo para que me meta aquí. ¡Cualquier día me escapo, mira lo que te digo!
– No digas bobadas, Miguel.
– ¿No te vendrías conmigo, Encarnación? – preguntó él en su habitual tono seductor.
Encarnación siempre se tomaba a broma las insinuaciones de Miguel, pero lo que no sabía es que él hablaba en serio cuando le decía que estaba “coladito por ella” desde el primer momento en el que la vio. Fue Aurora, una de sus mejores amigas en la residencia, la que le contó cuáles eran los verdaderos sentimientos de Miguel hacia ella.
– A mí me da lo mismo, Aurora. Yo solo he querido a un hombre en mi vida, a mi Julián.
– Bueno, mujer, pero Julián hace muchos años que murió y Miguel no está nada mal, si lo comparamos con el resto de hombres de Monte Olmo, ¿no crees? – insistía Aurora, que se había compinchado con Miguel con el fin de que su amiga diera el brazo a torcer y accediera a tener una cita con él. Fue tal la persistencia de Aurora y de otros internos que conocían la historia que, finalmente, Encarnación aceptó la propuesta y, a pesar de la desgana con la que la había asumido, lo cierto es que Miguel acabó por gustarle pues, en el fondo, poco tenía que ver con la imagen de ligón empedernido que proyectaba de sí mismo. Tras unos meses de noviazgo, apenas quedaba rastro de amargura en la mirada de Encarnación, quien se sentía viva por primera vez en mucho tiempo.
– ¿Por qué no nos fugamos de aquí, Encarnación? – preguntó un día Miguel mientras pasaban la tarde sentados en uno de los bancos del jardín.
– ¿Ya estamos otra vez con eso, Miguel?
– Lo estoy diciendo en serio, Encarnación. Soy muy feliz contigo, pero me gustaría poder estar contigo en otro sitio, no aquí. Ya sabes que nunca me ha gustado este lugar.
– Ya, pero esta residencia ha sido mi casa durante muchos años y, además, siempre me han tratado muy bien. ¿Cómo voy a hacerles la faena de escaparme? Anda, calla, calla…
– Por primera vez en tu vida, Encarnación, deberías pensar en ti y no en los demás. Debes hacer lo que tú quieras, no lo que otros te impongan.
Miguel se levantó y se marchó algo enfadado por la actitud de Encarnación; ella, por su parte, se quedó pensativa. ¿Y si era verdad eso de que siempre había vivido a merced de lo que quisieran los demás? ¿Era demasiado tarde para empezar a vivir su vida tal y como ella quería?
Unos días después de aquella conversación en el jardín, Encarnación fue al encuentro de Miguel, que estaba en el salón jugando al dominó con otros residentes. Ella, decidida, se agachó y le susurró al oído: Está bien, hagámoslo, fuguémonos de este sitio. Miguel la miró incrédulo, pero los ojos de Encarnación no daban lugar a dudas: era feliz y estaba dispuesta a todo para, por primera vez en su vida, no volver a dejar de serlo.