Ocurrió hace ya algunos años, durante un viaje con mis amigas a Madrid. Era nuestro último curso en el instituto, hacía apenas unos días que se habían publicado los resultados de las pruebas de acceso a la universidad y todas habíamos sacado muy buenas notas, de modo que decidimos organizar una escapada de fin de semana a la capital para celebrarlo. Después de aquel viaje, cada una se marcharía a estudiar una ciudad diferente; Granada, Salamanca, Valencia y Barcelona nos acogerían en unos meses y nuestras vidas ya no serían las mismas. Lo que yo no podía imaginar es que mi vida iba a dejar de ser la que era en nuestra última noche en Madrid.
Habíamos pasado la mañana del sábado visitando el Prado, el Palacio Real y paseando por la Puerta del Sol; por la tarde nos habíamos recorrido todas las tiendas de la Gran Vía y por la noche, a pesar del cansancio, decidimos salir a tomar algo por las discotecas del centro. En una de ellas le conocí a él. Coincidimos en la barra, cuando yo me acerqué a pedir un vodka con limón; el local estaba abarrotado y los camareros no daban abasto, por lo que tuvimos que esperar un buen rato hasta que nos atendieron. Mientras esperábamos, él se presentó y nos pusimos a hablar. Se llamaba Carlos y era unos diez años mayor que yo; era sevillano pero viajaba a menudo a Madrid por trabajo. Era un chico bastante alto y corpulento, de tez morena y ojos verdes cautivadores. Antes de empezar a charlar con él me había dado la impresión de que era el típico guaperas que trata de ligar con el mayor número posible de chicas en una noche, pero lo cierto es que resultó ser muy encantador y divertido. Él y los otros dos chicos con los que iba estuvieron bailando y haciéndose fotos con nosotras, incluso nos invitaron a una ronda de chupitos. En un momento de la noche, Carlos y yo nos quedamos solos, sentados en los sofás de uno de los reservados de la discoteca. Yo estaba un poco cortada, pues aunque él me gustaba bastante, nunca me había visto en una situación así; Carlos, por el contrario, parecía estar más que acostumbrado a ellas, de modo que haciendo uso una vez más de sus dotes de seducción, puso su mano en mi rodilla, y al tiempo que me acariciaba la pierna, comenzó a besarme muy dulcemente. Unos minutos después, cuando nuestros amigos volvieron al reservado, me propuso ir a un lugar más tranquilo. Yo no estaba muy segura de querer irme con él, pues apenas le conocía, pero al mismo tiempo me apetecía mucho, así que, finalmente, animada también por mis amigas, accedí.
Me llevó a la habitación del lujoso hotel en el que estaba hospedado y pidió que nos subieran una botella de champán. A mí todo aquello, con tan solo dieciocho años recién cumplidos, me tenía realmente impresionada. Después de beber un par de copas, nos tumbamos en la cama y comenzamos a besarnos. Al principio Carlos se mostró tan delicado y cariñoso como lo había sido en la discoteca, pero de repente, se volvió más brusco y comenzó a quitarme la ropa de forma violenta. Yo no quería ir tan rápido y aquella situación, con él encima de mí y casi sin poder respirar, estaba empezando a agobiarme. Traté de decirle que parara, que aquello no me estaba gustando, pero estaba fuera de sí. Forcejeé con él como pude, pero Carlos era muy corpulento y tenía mucha más fuerza que yo, de modo que era inútil que tratara de oponer resistencia. Durante una media hora interminable hizo conmigo lo que quiso, ignorando mis lágrimas y mis gritos suplicándole que parara. Me mandaba callar o simplemente me tapaba la boca con su mano. No te quejes, si sé que te está gustando tanto como a mí, zorrita – me decía. Cuando terminó, se vistió y se marchó y yo me quedé sola en aquella oscura habitación de hotel. Salí corriendo de la cama y envuelta en la sábana, me senté en el sofá, de frente a aquella cama que había sido mi mesa de tortura. No podía dejar de llorar, me sentía culpable, avergonzada y no sabía muy bien qué hacer. ¿Debía contárselo a alguien y denunciar a Carlos? ¿Cómo reaccionarían mis padres al enterarse?
Debí quedarme dormida en aquel sofá que me acogió en esa noche de dudas y miedo porque a la mañana siguiente, temprano, me desperté sobresaltada al oír que alguien estaba abriendo la puerta de la habitación. Todavía desnuda y envuelta en la sábana, me quedé paralizada al imaginar que se trataba de Carlos. Afortunadamente, era una de las empleadas del hotel, que iba a limpiar la habitación.
– ¡Ay, disculpe, señorita! Creía que no había nadie dentro, como no estaba puesto el cartelito de no molesten…
Yo no respondí nada, bajé la cabeza y comencé a llorar desconsoladamente como la noche anterior.
– ¿Estás usted bien? ¿Necesita algo? – me preguntó mientras se acercaba al sofá.
Las lágrimas y mi estado de nerviosismo no me dejaban articular palabra, de modo que la empleada del hotel, se sentó a mi lado y trató de calmarme para que le pudiera explicar lo que me había pasado. Cuando ya lo hice, se mostró muy indignada y trató de hacerme ver que aquello no había sido culpa mía, que el culpable era él por haberme forzado a hacer algo que no quería. Rosi, que así era como se llamaba, me acompañó al baño y me aconsejó que me diera un buena ducha mientras ella iba a traerme ropa limpia. Acto seguido bajamos a hablar de lo ocurrido con el director del hotel y aunque este hizo todo lo posible por identificar a Carlos, se dio cuenta de que éste había utilizado un DNI falso para registrarse en el hotel. Aún así, después de que mis amigas vinieran a buscarme al hotel, Rosi y el mismo director nos acompañaron a una comisaría de policía a poner una denuncia contra Carlos.
Han pasado ya muchos años de aquellos y aunque el hombre que me violó sigue entre rejas, yo sigo teniendo pesadillas cada noche. Tengo la autoestima baja y problemas de confianza en mí misma; además, a día de hoy, todavía no soy capaz de quedarme a solas con ningún hombre por temor a que la historia se vuelva a repetir. Cuando sucedió todo aquello tuve que enfrentarme al mal trago de ser juzgada y culpabilizada por algunas personas de mi entorno, tal y como yo misma había hecho también. Y aunque me costó asumirlo, finalmente comprendí que nada de lo que había sucedido aquella noche había sido culpa mía. Es cierto que había bebido y que me había marchado con un desconocido, pero fui consciente en todo momento de lo que hacía y cuando el comportamiento de Carlos dejó de gustarme y quise parar, fue él quien no lo dejó. Todos tenemos derecho a cambiar de opinión. No es no, aunque antes hayamos dicho que sí.