La niña de Somoa

Ubicado en las estribaciones del monte Laruz y rodeado por un caudaloso río, Somoa era uno de los pueblos más bonitos del interior de Navarra. Ahora apenas contaba con setecientos habitantes, pero el auge de la agricultura y la ganadería había atraído varias décadas atrás a un gran número de familias emigradas desde la capital en busca de un trabajo estable y próspero. Las fértiles tierras con las que contaba Somoa permitían cultivar todo tipo de hortalizas; en ellas pastaban, además, las vacas a partir de cuya leche se elaboraba un rico queso artesano que era conocido en toda la comarca, y que era el principal atractivo gastronómico del pueblo. Pero el desarrollo de la industria en las grandes ciudades y la mejora de la calidad de vida en ellas hizo que la mayor parte de la gente joven decidiera marcharse de Somoa, ese aburrido y tranquilo pueblo en el que nunca pasaba nada. Desgraciadamente, una noche de verano, tras la verbena en honor a Santa Cátula, ocurrió algo que puso a Somoa de nuevo en el candelero y que cambió las vidas de sus habitantes para siempre.

El día después de la festividad de la patrona del pueblo los vecinos se despertaron con los gritos de Herminia, la mujer del panadero, quien había descubierto al entrar en la habitación de su hija que esta no había pasado la noche en casa. Su marido había tratado de tranquilizarla alegando que quizás la niña se había quedado a dormir en casa de alguna amiga, pero Herminia insistía en que, en ese caso, les hubiese avisado. ¡Le ha tenido que pasar algo, Aurelio! ¡Algo malo le ha pasado a Regina! – auguraba la mujer entre sollozos y lágrimas. En seguida amigos y allegados de la familia se organizaron para buscar a la pequeña por los alrededores de Somoa. Cloti y Ana, las amigas de Regina, aseguraron que las tres se habían marchado a casa a la vez; habían atajado por el casco antiguo y, al llegar a la Plaza de las Tres Fuentes, Regina se había separado de ellas y había continuado por la calle de La Paz en dirección a su casa. Pero nunca llegó. Veinticuatro horas después de la desaparición de la hija del panadero se activó el protocolo de búsqueda de la menor. Los agentes de la policía comarcal trataban de averiguar qué le había podido ocurrir a la joven durante el corto trayecto que separaba su casa del punto en el que se despidió de sus amigas y para ello interrogaron a todos los vecinos de Somoa. Nadie sabía nada, nadie había visto nada. También rastrearon todo el pueblo en busca de alguna pista, pero no hallaron nada que pudiera arrojar luz sobre el paradero de Regina. Los medios de comunicación no tardaron en hacerse eco de la desaparición de la joven y durante varios meses periodistas de toda España se desplazaron hasta el pequeño pueblo navarro para seguir de cerca el trabajo de la policía. Las labores de investigación del “caso de la niña de Somoa”, que es como lo llamó la prensa, se prolongaron durante varios meses pero resultaron totalmente infructuosas. Medio año después de la desaparición de Regina, sin sospechosos ni pruebas sobre las que trabajar, la policía cerró el caso alegando que, seguramente, la joven de trece años se había marchado por voluntad propia. Sin embargo, todos sabían que Regina nunca se hubiera ido de aquella forma; era una niña encantadora, sociable y parecía feliz. ¿Qué motivos podría tener para querer desaparecer? Periodistas y policías abandonaron Somoa y dejaron allí a unos vecinos consternados y preocupados por su propia seguridad. ¿Y si la historia se repetía? ¿Y si desaparecía alguna otra niña? A raíz de lo ocurrido en Somoa ya nadie confiada en nadie.

El padre de Regina, Aurelio, falleció poco tiempo después de la desaparición de su única hija aquejado de unos problemas cardíacos; Herminia, la madre, había quedado sumida en una profunda depresión. Pasaron los días, las semanas, los meses y los años pero los somoanos no olvidaron a Regina y nunca perdieron la esperanza de verla regresar al pueblo. Y así sucedió: quince años después de su desaparición, una joven cerca de la treintena se presentó en la panadería familiar, ahora regentada por la hermana de Herminia, asegurando que era Regina Clavel. La tía de la supuesta niña de Somoa, convertida ahora en toda una mujer, no creía que aquella fuese en realidad su sobrina y quiso echarla del establecimiento a empujones. Desde la desaparición de la niña muchos habían sido los videntes y oportunistas que habían acudido a la familia con falsas esperanzas sobre el paradero de Regina y que solo habían conseguido empeorar la salud de Herminia. Alertada por los gritos su hermana, la propia Herminia salió de la trastienda para ver qué ocurría. Cuando Regina la vio, fue corriendo hacia ella: “¡Madre, madre, soy yo! ¡Soy Regina, el rollito de canela de papá!” Herminia y su hermana se miraron entonces anonadadas: solo la familia más cercana sabía que Aurelio solía llamar así a su hija porque le encantaba ese dulce que él mismo preparaba. Para Herminia no había duda: aquella que decía ser Regina Clavel era, efectivamente, su hija.

La noticia del regreso de la joven desaparecida corrió como la pólvora por el pueblo y todos los somoanos se acercaban a la panadería para darle la bienvenida; ella recordaba y reconocía a la perfección a sus antiguos amigos y vecinos y les saludaba con la simpatía que siempre la caracterizó. Todos en Somoa dieron por sentado que esa mujer era realmente Regina, la hija de los panaderos, desaparecida quince años atrás. Todos excepto el hombre que en aquella fatídica noche de verano, tras la verbena, había seguido a Cloti, Ana y Regina de camino a sus casas y que había aprovechado el momento en el que esta última se había quedado sola para atacarla por detrás y asfixiarla hasta morir. Acto seguido, con el cadáver de la niña a cuestas se había dirigido a una pequeña cabaña de caza que tenía en el bosque y allí, en el jardín trasero, había enterrado el cuerpo sin vida de Regina, aquella encantadora chiquilla que tanto le obsesionaba. El vecino de Somoa que había asesinado a la niña y que había conseguido pasar desapercibido en el pueblo durante todos esos años sin levantar sospecha alguna sabía que aquella mujer no podía ser Regina; él mismo había comprobado que los restos de la niña seguían descansando en la tumba en la que él la había enterrado. Aún así, al igual que el resto de sus vecinos, se dirigió a la panadería. Quería ver a la impostora de cerca. A pesar del gentío que había en la tienda, Herminia se percató en seguida de su entrada en el establecimiento y fue directa a él. ¡Padre Román! ¡Qué bien que haya venido! Venga, venga, tiene que saludar a mi Regina. ¡Ha vuelto! El párroco de Somoa simuló sentirse muy contento por el regreso de la joven y se acercó a saludarla. Cuando estuvo delante de ella, Regina le atravesó con la mirada y el sacerdote sintió un escalofrío por todo el cuerpo. ¡Pero no te quedes ahí sentada, mujer! – ordenó Herminia a su hija – ¡Levántate y dale un abrazo al padre Román! No sabes la de oraciones que te ha dedicado durante todos estos años para que regresaras sana y salva a Somoa. La joven obedeció a su madre y se fundió en un abrazo con su asesino, momento que aprovechó para decirle al oído: Puede decirle a todo el mundo que no soy Regina, pero entonces tendrá que confesar también que me mató la noche de la verbena de Santa Cátula. Si tan obsesionado está conmigo y no va a poder soportar verme por el pueblo, me tendrá que volver a matar, pero esta vez no se lo voy a poner tan fácil. 

2 Replies to “La niña de Somoa”

  1. El giro que le das a las historias es magnífico, te engancha desde el principio hasta el final.

    1. Me alegro de que te haya gustado. :-*