Elisa y Nerea nacieron una calurosa noche de agosto, tras un parto largo y complicado. Durante el embarazo, su madre apenas había acudido al médico, de modo que ella y su marido, primerizos además, desconocían que eran dos bebés y no uno los que estaban en camino.
– ¡Menuda tripa tienes, Consuelo! ¡Vamos a tener un niño enorme! – solía decir Paco mientras acariciaba la enorme barriga de su mujer.
– ¡O una niña enorme, Paco, o una niña! – le rebatía siempre ella, pues ninguno de ellos sabía tampoco el sexo de su futuro hijo.
Después de varias horas de parto y de las complicaciones habituales de un alumbramiento múltiple, Elisa y Nerea llegaron al mundo en perfecto estado y con un peso mayor al habitual en estos casos.
– Han tenido ustedes dos niñas realmente preciosas, – les dijo la matrona tras felicitarles por el nacimiento de las gemelas -, pero van a tener problemas para distinguirlas porque son físicamente idénticas, como dos pequeñas gotitas de agua.
Y lo cierto es que así fue: Elisa y Nerea se parecían tanto que su padre las solía llamar cariñosamente sus pequeñas siamesas; Consuelo, por su parte, trataba de vestirlas siempre con colores y prendas diferentes con el fin de poder distinguirlas con facilidad. Este truco le resultaba realmente útil cuando pillaba a alguna de las dos haciendo alguna travesura pues de un solo vistazo podía saber de cuál de sus hijas se trataba sin tener que vociferar los nombres de ambas. Sin embargo, a medida de que fueron creciendo, las niñas descubrieron que el hecho de ser gemelas idénticas tenía muchas ventajas, de modo que cuando ya eran ellas las que decidían qué prendas comprar y cómo vestirse, siempre lo hacían de la misma forma, por lo que era muy difícil distinguirlas. Solamente un detalle las diferenciaba: Nerea tenía una pequeña mancha en la piel, justo en el centro de su mejilla izquierda, que con el paso de los años se había oscurecido y se había convertido en un lunar. Pero ese minúsculo detalle no iba a suponer ningún impedimento para poder hacerse pasar la una por la otra, pues o bien Nerea ocultaba su lunar con un poco de maquillaje, o bien Elisa se lo dibujaba con uno de los lápices de ojos de su madre.
Solían intercambiarse habitualmente, sobre todo, para hacer las tareas de casa que sus padres les asignaban a cada una, o para gastarle bromas a su abuela y hacerle creer que le había dado la paga dos veces a la misma niña. En alguna ocasión también se habían hecho pasar la una por la otra para ir al dentista, pero ese plan nunca les salía bien porque el doctor Quintana conocía bien la dentadura de las dos hermanas y en seguida se daba cuenta de que la que estaba sentada en el sillón de su consulta no era Elisa sino Nerea. En el instituto, cuando llegaron a bachillerato y se decantaron por especialidades diferentes, también se habían intercambiado alguna vez, sin que nadie se percatara, para hacer los exámenes de matemáticas y lengua, respectivamente, pues Elisa detestada los números y a su hermana se le daban genial, de modo que ella se presentaba al examen de lengua de su gemela, y Nerea hacia lo propio con el de matemáticas.
Hubo una vez en la que Nerea había quedado con Raúl, un chico de su clase que le gustaba, pero no estaba muy segura de querer ir a la cita, así que le pidió a su hermana que fuera ella en su lugar.
– ¿Estás tonta o qué? ¿Cómo voy a ir yo a la cita? – se quejó Elisa.
– Por fa, por fa, ve tú, así me dices cómo es realmente y si merece la pena.
– ¿Y no es mejor que eso lo descubras por ti misma?
– Pero tú ya has salido con algún chico antes, Nerea, ya sabes cómo comportarte con ellos…
– Está bien, pero solo pienso hacerlo una vez, ¿eh? – accedió finalmente Elisa ante la insistencia de su hermana.
El sábado siguiente Elisa se vistió, se maquilló un poco y se dibujó el mismo lunar que tenía Nerea en la mejilla antes de salir hacia el centro comercial en el que su hermana había quedado con Raúl. Una vez allí y después de asegurarse de que el chico ni siquiera sospechaba de que estaba con la gemela que no era, dieron una vuelta por las tiendas, jugaron una partida a los bolos y compartieron un batido enorme en Tommy Mel’s. Elisa se lo estaba pasando tan bien con Raúl que, en aquel momento, hubiese deseado poder decirle que ella, en realidad, no era Nerea, pero sabía que su hermana no le perdonaría jamás que la hubiese traicionado de esa forma. De igual modo, tampoco sabía cómo podía reaccionar Raúl al enterarse de que le había estado engañando durante toda la tarde, así que prefirió dejar las cosas como estaban. Sin embargo, lo que Elisa no esperaba era que, en aquel preciso instante, Raúl decidiera cogerle la cara con las manos, bastante sudadas por los nervios, y plantarle un beso de película. Cuando sus labios se separaron, el falso lunar negro de Elisa estaba un poco emborronado y, aunque Raúl se dio cuenta, prefirió no decirle nada pues ahora ya no tenía dudas: Elisa era, de las dos hermanas, la que más le gustaba.