Jaime y yo crecimos en el mismo barrio, por eso a ningún vecino le extrañó que el hijo del librero se ennoviara conmigo, la pequeña de la familia Márquez Palacios. Esos años no fueron fáciles en mi familia: habían despedido a mi padre de la fábrica y no había logrado encontrar otro trabajo, por eso mi madre había tenido que volver a trabajar de sol a sol en el taller de costura de doña Eulalia. Mis hermanas y yo también tuvimos que ocupar nuestras tardes con alguna que otra tarea; yo ayudaba al padre de Jaime en la librería, concretamente estaba en el almacén, donde me encargaba de colocar en los estantes los libros nuevos y de meter en cajas los que no se habían vendido y debían ser devueltos a la editorial. Don Germán no me podía pagar mucho, pero a mí me encantaba estar rodeada de libros.
En casa las cosas no estaban bien y en la calle, la escasez y la tensa situación política alejaban cualquier atisbo de esperanza. Sin embargo, a pesar de todo, Jaime siempre estaba ahí para darme un abrazo de ánimo o sacarme una sonrisa con alguna de sus bobadas. Los domingos solíamos pasear por el Retiro cogidos de la mano. En esos paseos siempre imaginábamos cómo sería nuestro futuro: Jaime se graduaría en Derecho tras el servicio militar, yo me convertiría en maestra y compraríamos esa casa de grandes ventanales que tanto nos gustaba. Iríamos al cine, al teatro, al Museo del Prado… Y luego formaríamos una familia. Pero nada de eso ocurrió… Jaime murió tras regresar del frente, la penicilina llegó demasiado tarde. Todos esos sueños se desvanecieron de golpe, la felicidad desapareció para siempre. Apenas un año después de perder a Jaime me casaron con Miguel y en la misma noche de bodas empezaron los insultos y las pali…
La puerta de la habitación se abrió de repente y alguien interrumpió la historia que Fermina le estaba contando a doña Carmen.
– Buenas tardes, Fermina. ¡Es hora de tomarse la medicación! Y deje ya de contarle a Carmen sus historietas, ¡ya sabe que está más sorda que una tapia y no se entera de na’!
La enfermera cascarrabias, como la llamaba Fermina, se volvió y le dijo a la otra auxiliar que la acompañaba: Qué fea es la vejez… tú mira a estas dos: una sorda, coja y media ciega, y la otra con el alzheimer ese. Que la metió el marido aquí por eso, ¡porque ni a él conocía ya! Qué cruel eso, ¿no? Que no reconozcas ni a tu marido, que te quedes sin recuerdos… Una pena, una pena.
Fermina se reía para sus adentros al oír decir esas cosas a la enfermera. No se había quedado sin recuerdos, es que su cerebro había decidido que recordaría solo lo bueno. Por eso no recordaba a su marido, por eso solo recordaba a Jaime. Por eso siempre le contaba a doña Carmen la misma historia, la de su amor de juventud con el hijo del librero, porque era el único recuerdo bonito que había podido atesorar en toda su vida.
Magnífico relato, muy bien narrado de forma que solo al final descubres la intención de nuestra protagonista Fermina