Noches en el desván

Estaba adormilada en el sofá cuando recibí un mensaje de mi primo Diego: “Hola, Marta. Ayer me llamó mi madre. Dice que hay un comprador para la casa de los abuelos. He pensado que estaría bien que nos reuniéramos allí todos los primos el próximo fin de semana, así nos despedimos de nuestro querido caserío y podemos coger alguna cosa de recuerdo antes de que vayan los de la mudanza. ¿Qué te parece? Mañana te llamo y concretamos. Un beso, pequeñaja.” Tenía casi cuarenta años y en mi familia me seguían llamando así, “pequeñaja”; cuando era niña lo odiaba, pero ahora me resultaba divertido y me traía a la mente recuerdos de aquellos veranos de mi infancia en la casa de Lastres de mis abuelos. Justo cuando terminaban las clases a finales de junio mis tíos y mis padres nos enviaban a mis primos y mí a pasar las vacaciones allí con ellos. La abuela nos enseñaba a cultivar las hortalizas en su huerto y a dar de comer a las gallinas; con el abuelo aprendimos a pescar y, también, a jugar al mus. Sin embargo, la mayor parte del tiempo yo prefería refugiarme en el desván, el pequeño santuario de mi abuelo, donde guardaba todos sus libros.

Era una estancia muy especial, con un característico olor a madera húmeda y a libro viejo; los ejemplares estaban apilados en estanterías, por el suelo, en pequeñas mesitas… Y justo al lado de la ventana estaba su sillón rojo, aquel en el que pasaba muchas noches en vela, leyendo a la luz del candil. Pero mi abuelo no fue solo un gran lector, sino que también le gustaba escribir. En un rincón, encima de un escritorio, descansaba su vieja Olivetti verde; con ella le escribía poemas de amor a mi abuela cuando eran novios y con ella también comenzó, más tarde, a crear sus propias historias. Nunca me dejó leerlas, ni siquiera podía usar la máquina de escribir. Solo me permitía subir al desván a leer. Entre aquellas paredes descubrí a Los Cinco, a Roald Dahl y los relatos de Agatha Christie y Patricia Highsmith, entre otros. Gracias a mi abuelo me convertí en una lectora voraz y, más tarde, en editora de narrativa de ficción en una gran editorial.

La última vez que había estado en la casa de Lastres fue cuando murió mi abuelo; ese día no tuve fuerzas para subir al desván. Unas semanas después se llevaron todos sus libros a la biblioteca municipal, tal y como él dejó dicho. No sabía si quedaría algo de valor allí, algún objeto personal suyo que pudiera conservar de recuerdo, pero acepté la propuesta de mi primo Diego y el siguiente fin de semana nos reunimos todos en el pueblo en el que tan buenos momentos habíamos compartido siendo niños.

Una vez instalados en la casa, después de comer, mientras unos echaban la siesta y los demás iban a pasear por la playa, me dirigí al desván. Aunque sabía que los libros de mi abuelo ya no estaban allí, me entristeció ver la habitación tan vacía. Pero al fondo, en el rincón, permanecía el escritorio con la vieja Olivetti. Me acerqué con sigilo, tal y como hacía cuando era una niña, cuando mi abuelo todavía no sabía que había descubierto su escondite secreto. Justo al lado de la máquina de escribir había un montón de hojas repletas de poemas y pequeños relatos que supuse que había escrito mi abuelo. Debajo de todas ellas apareció un sobre: Para Marta, mi pequeñaja. 

“Querida Marta: 

Nunca te dejé leer mis historias porque me daba cierto pudor. La lectura te permite vivir otras vidas, experimentar sensaciones que, quizás, nunca podrías llegar a sentir por ti mismo en tu día a día. Pero la escritura te permite ir mucho más allá porque eres tú el que inventa la historia, los personajes, lo que les sucede… Eres como una especie de Dios en esa realidad paralela que es la hoja en blanco. Escribir te hace sentir poderoso, pero también te hace sentir libre, y durante toda mi vida la escritura fue esa vía de escape que me permitía huir de la vida sencilla que tenía aquí en Lastres. Hubo algún tiempo en el que sí quise dejarlo todo e irme a conocer mundo, a atesorar recuerdos con los que alimentar nuevas historias, pero tuve miedo porque eso suponía renunciar a la vida feliz que había construido junto a tu abuela. Afortunadamente, gracias a la escritura y a los libros no renuncié del todo a ese sueño de viajar lejos y comenzar de cero porque lo he podido hacer con cada relato que he escrito. De todos ellos, solamente hay uno del que me siento orgulloso. Si Fermín lo ha dejado todo tal y como le expliqué, lo encontrarás en el cajón de este escritorio, Marta. No es muy largo; lo titulé “Noches en el desván”. Me gustaría que lo leyeses y, quién sabe, quizás podrías publicarlo. Así mi libro viajará adonde yo no lo hice y se convertirá en el refugio de aquellos que valoran el poder de la lectura y de las pequeñas historias”. 

 

6 Replies to “Noches en el desván”

  1. Extraordinario!
    Cada semana una historia mejor que la anterior.

    RV

    1. Me alegro de que te haya gustado, Ramiro. Gracias por ser un lector tan fiel de este blog. 🙂

  2. Relats curts que sempre te deixen amb ganes de més. El publicarà? Els néts vendran la casa o tal volta se la queda ella per tindre sempre presents els records tan feliços dels iaios?
    Final obert, per a mí, perfecte. Que guanye la felicitat.

    1. M’agrada que en les meues històries hi haja un punt de inflexió, un canvi inesperat… i, per supost, un final obert per a que el lector elegixca com l’agradaria que acavara. 🙂

  3. Sempre amb eixe final inesperat que li dóna el punt vital al retal. Jo aplaudisc sempre que acabe de llegir-te.

    1. Eres la meua fan number one! :-* :-*

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