Era miércoles y, como cada día a la misma hora, Tadeo volvía a casa después del trabajo. Hacía un par de años que había aprobado las oposiciones y, desde entonces, trabajaba en el departamento de cartas muertas de la oficina de Correos de la zona sur de la ciudad, el lugar al que van a parar las misivas que nunca llegaron a su destino. El cometido de Tadeo consistía en tratar de localizar a los posibles destinatarios de aquellas cartas para hacérselas llegar; si no lo lograba, debía destruirlas, pero lo cierto es que nunca lo hacía. Él prefería llevárselas a casa a escondidas de su jefe y allí, tranquilamente, husmear su contenido. Tadeo vivía lejos de su familia y no tenía amigos, de modo que los remitentes y los destinatarios de aquellas cartas le ayudaban a no sentirse solo.
Aquel día, mientras esperaba al ascensor, se percató de que un papel sobresalía de su buzón. Él mismo recogía su correspondencia en el trabajo, así que, seguramente, debía tratarse de alguna circular del presidente de la comunidad o de un aviso del portero por la avería que habían detectado en su contador de agua. Sin embargo, cuando sacó el papel del buzón pudo comprobar que sus suposiciones eran totalmente erróneas y que algún desconocido había introducido aquella nota en su buzón. “Hola, Tadeo – leyó –, tú no me conoces, pero nos cruzamos casi a diario cuando tú vas de camino al trabajo y también te he visto en alguna ocasión en el McDonalds que hay en frente de Correos. Qué rico está el McFlurry de Nocilla, ¿verdad? También es mi favorito. Algún día espero poder vencer mi timidez y acercarme a saludarte”. La carta no estaba firmada, de modo que Tadeo no podía saber quién era la persona que se la había enviado; no obstante, aquella letra tan redonda y de trazo tan claro y definido le hizo pensar que quien había escrito aquellas líneas era una mujer. Leer aquella especie de declaración de amor le había puesto un poco nervioso, de modo que, sin pensarlo, rompió la nota y guardó los pequeños pedazos de papel en su bolsillo para, más tarde, en casa, tirarlos a la basura.
El día siguiente Tadeo no había vuelto a pensar en lo sucedido, pero cuando regresó a casa, mientras esperaba al ascensor, vio que, de nuevo, un papel sobresalía de su buzón. En esta ocasión, la persona que había escrito la nota confesaba haberse molestado porque Tadeo se había desecho de su primera misiva. ¿Cómo es posible que sepa eso? – se preguntó él, asustado -. ¿Me está espiando? Miró a su alrededor disimuladamente por si veía a alguien vigilarle desde la calle, pero no logró ver a nadie. Aún así, como se sentía observado, decidió, esta vez sí, guardar el papel y actuar como si no pasara nada, aunque, en el fondo, estaba verdaderamente atemorizado. ¿Quién sería esa persona que se había obsesionado con él? ¿Estaba en peligro?
Las notas de la admiradora secreta aparecían día tras día en su buzón; en ellas le hablaba de los lugares en los que había visto a Tadeo y trataba de preguntarle sobre cuál era su comida favorita, qué le gustaba hacer en su tiempo libre o a qué ciudad o país le gustaría viajar. Él había tratado de no darle importancia a lo que estaba ocurriendo, pero cuando en una ocasión en lugar de encontrar la nota en el buzón, la vio en el suelo de su apartamento nada más entrar en casa, decidió llamar a sus padres para contárselo todo. A los pocos días, ellos y Ana, la hermana mayor de Tadeo, con la que él no se llevaba muy bien, fueron a visitarle.
– ¿Qué hace ella aquí? ¿Por qué ha venido?
– Tadeo, hijo, no hables así de tu hermana – dijo su madre -. Hemos venido los tres porque estamos preocupados por ti, por lo que nos has contado. Queremos ayudarte.
– No hacía falta que vinierais… – respondió Tadeo, molesto -, llamaré a la policía y ya está, esa persona que me envía las notas dejará de molestarme.
– Tadeo – intervino Ana -, estás padeciendo otra de tus crisis…
– ¿Qué estás diciendo? – dijo él, bastante alterado.
– Nadie te envía esas cartas, eres tú mismo el que las escribe y las deja en tu buzón. Hemos hablado con el portero y nos ha dicho que te ha visto un par de veces haciéndolo.
– ¡Menuda tontería! ¿Qué sentido tiene eso?
– No tiene ningún sentido, Tadeo, pero tú no eres consciente de ello por tu enfermedad. ¿Has dejado de tomar la medicación que te receté?
– Sí, he dejado de tomarla porque me sentía bien…
– No puedes hacer eso, Tadeo – intervino el padre – esa medicación era la única condición para que te dejáramos vivir solo en otra ciudad y has incumplido tu parte del trato.
Tadeo, de repente, se quedó callado para tratar de asimilar lo que le estaban diciendo sus padres y su hermana y al cabo de unos minutos, únicamente acertó a decir:
– Entonces, ¿la mujer de las notas no existe? ¿Nadie me escribe?
Acto seguido se echó a llorar y, como si fuera un niño pequeño, abrazó a su madre fuertemente y se acurrucó entre sus brazos.