Hacía varios días que su hija le había dado la gran noticia a Jacinta.
– Mamá, tenemos algo que contarte. Después de varios veranos sin haber podido salir de Madrid, este año, por fin, nos vamos de vacaciones a la playa. ¡Hemos alquilado un apartamento en La Patacona para pasar el mes de agosto!
– ¡Ay, qué bien, hija, me alegro mucho! Lo vais a pasar muy bien allí.
– Tú también lo vas a pasar muy bien, mamá, porque te vienes con nosotros.
– Ay, no, hija, de ninguna manera. Son vuestras vacaciones, disfrutadlas.
– ¡Pero si hemos alquilado el apartamento allí precisamente por ti, porque es la playa en la que pasaste muchos veranos de tu infancia! Nos has hablado tantas veces de ella que queríamos ir a conocerla, pero contigo, claro.
– Aquello ya no debe estar como yo lo recuerdo, hija.
– Bueno, pues razón de más para veas cómo es hoy toda aquella zona.
– ¿Y qué voy a hacer yo allí?
– Pues pasear, bañarte, descansar, jugar con los niños… Les hace mucha ilusión que vengas, mamá, y a Julio y a mí también.
Los padres de Jacinta se habían dedicado durante toda su vida a la hostelería, de modo que en verano, cuando Madrid se quedaba vacío, ellos se marchaban a la costa con sus hijos, a buscar trabajo en algún restaurante de playa que necesitara ampliar su plantilla de camareros durante la época estival. Mientras ellos trabajaban, los niños se quedaban al cuidado de la señora Herminia, una vecina del edificio que no tenía marido ni hijos y a la que le encantaba poder echarles una mano con los pequeños.
La primera vez que Jacinta piso la playa de La Patacona tenía diez años; con diecisiete, en aquel mismo lugar, conoció a Johannes, su primer amor. Fue ya casi al final del verano; Jacinta estaba sentada en la orilla jugando con su hermano más pequeño y notaba que, desde dentro del agua, un chico rubio muy guapo no dejaba de mirarla. Ella decidió ignorarle, pero un rato después el joven salió del agua y fue directo hacia ella: “Hallo, ich bin Johannes. Wie geht’s?”. Jacinta no supo qué responder, de modo que cogió a su hermano en brazos y se fue corriendo hacia donde estaba Herminia tomando el sol. Al día siguiente, cuando la joven fue a comprar al pan, se topó de nuevo con Johannes en la panadería.
– Siento si ayer te asusté – le dijo el chico en un castellano casi perfecto.
– ¿Hablas mi idioma? – preguntó ella, incrédula.
– Sí, más o menos. Ayer solo quería gastarte una broma para romper el hielo… quería acercarme a hablar contigo pero no sabía cómo hacerlo.
Jacinta se ruborizó y, de nuevo, no supo qué responder. Ante la timidez de ella, Johannes tomó la iniciativa.
– ¿Quieres que vayamos a tomar un helado esta tarde?
Jacinta asintió con la cabeza.
– Vale, pues nos vemos a las seis en el muelle. ¿De acuerdo?
Después de compartir aquel primer helado, Johannes y Jacinta quedaron todas las tardes de aquella última semana de vacaciones. El día su despedida los jóvenes se dieron un beso, su primer beso, y prometieron volverse a encontrar en La Patacona el próximo verano. Sin embargo, eso nunca sucedió. Durante el invierno a los padres de Jacinta les surgió la oportunidad de regentar su propio restaurante cerca de la Plaza Mayor, de modo que dejaron de ir a trabajar en verano a Valencia. Jacinta se disgustó muchísimo, pero no tuvo más remedio que asumir que nunca volvería a ver a Johannes. Con los años conoció al que sería su marido y el padre de su hija, pero ella, en realidad, nunca olvidó del todo a su primer amor.
Unos días antes de tener que viajar a Alboraya, Jacinta decidió explicarle a su hija el motivo por el que no quería ir a La Patacona con ellos y le habló de su pequeño idilio con Johannes.
– ¡Qué bonita historia, mamá! Pero qué pena que no os pudieseis volver a ver.
– Pues sí, hija, pero por eso no quiero volver, porque me daría mucha nostalgia.
– ¿Te imaginas que te pudieras reencontrar con Johannes?
– No digas tonterías, han pasado muchos años…
Finalmente sus nietos convencieron a Jacinta para que fuera a pasar las vacaciones con ellos y su hija, que no podía dejar de pensar en la historia de amor entre su madre y Johannes, decidió investigar sobre el paradero del que, al parecer, había sido el gran amor de su madre. A través de Facebook pudo contactar con uno de los hijos de Johannes, que vivía en Berlín y que le confirmó que su padre, tras quedarse viudo, había decidido mudarse definitivamente a Alboraya, donde había veraneado durante toda su vida; ahora seguía allí, pero estaba ingresado en una residencia de ancianos porque padecía un alzheimer bastante avanzado. La hija de Jacinta dudó si contarle a su madre lo que había averiguado acerca de Johannes porque, quizás, le entristecía más saber que él ya no la podía recordar. Aun así, finalmente, decidió hablarle de lo que había averiguado.
– Continuó veraneando aquí durante toda su vida por ti, mamá. Y luego, cuando se quedó viudo, se mudo aquí con la esperanza de volverte a ver algún día. Y aquí sigue…
– Sí, pero ahora ya no sabe quién soy.
– Bueno, pero hasta que le sobrevino la enfermedad, te tuvo siempre presente. De todos modos, puedes ir a visitarle, su hijo me ha dicho que le gusta mucho recibir visitas.
Durante las cuatro semana que Jacinta y su familia permanecieron en Alboraya, Jacinta visitó a Johannes todas las tardes. Estaba postrado en una silla de ruedas y hablaba muy poco, pero, a pesar de la edad y de la enfermedad, tenía un aspecto muy saludable. En sus primeras visitas, Jacinta trataba de hacerle recordar quién era ella, de modo que cada día le contaba cómo había sido aquella última semana de las vacaciones que habían compartido sesenta años atrás; sin embargo, él permanecía en silencio y se limitaba a sonreír.
A mediados de agosto los hijos de Johannes llegaron a La Patacona y todos juntos decidieron compartir una paella en el restaurante en el que habían trabajado los padres de Jacinta, que todavía continuaba abierto y que, en la actualidad, estaba regentado por los nietos de los fundadores. Tras la comida, dieron un paseo por la extensa explanada que separa la arena de los bares y restaurantes de la zona. En un momento dado, Jacinta, que iba empujando la silla de Johannes, se detuvo en el muelle, el lugar que había sido testigo de sus encuentros; se agachó para ponerse a la altura de Johannes, le cogió las manos y le miró fijamente a los ojos. En ese instante todos se percataron de que Johannes parecía reconocer a Jacinta, pues su rostro se había tornado serio y tenía el entrecejo fuertemente fruncido, como si estuviera tratando de recordarla. Parecía querer decir algo, pero la voz no le salía y se ponía nervioso. Jacinta trataba de calmarle acariciándole las manos con dulzura. Finalmente, tras un poco de esfuerzo, Johannes logró emitir algún sonido y, ante la atónita mirada de todos, pronunció sus primeras palabras después de mucho tiempo:
– Muelle… helado de vainilla y chocolate… Johannes y Jacinta.