El psiquiátrico

Cuando Ricardo llegó a la sala de reuniones todos los redactores estaban ya allí. Era lunes a primera hora de la mañana y se disponían, como cada semana, a repasar los temas que saldrían en el próximo número de la revista. Como nadie reparó en la presencia del redactor jefe, este tuvo que poner un poco de orden, de modo que, al tiempo que golpeaba la mesa fuertemente con el puño, levantó la voz y gritó: “Bueno, señoras y señores, ¿empezamos a trabajar, o qué?”. De repente, todos los presentes enmudecieron de golpe; Ricardo era un jefe exigente y autoritario y todos temían su mal carácter y sus reacciones desmesuradas cuando algo no le gustaba.

Así está mucho mejor – añadió el redactor jefe con satisfacción al comprobar el efecto que habían surtido sus palabras -. Bueno, ¿qué tenéis para mí? ¿Alguna propuesta? ¡Quedan varias páginas por cubrir y estamos en los quioscos en dos semanas, señoras y señores!

Bueno… yo estoy con lo del psiquiátrico pero todavía tengo poca cosa – respondió duditativo Ángel, uno de los periodistas más veteranos.

¿Qué es exactamente “poca cosa”? – preguntó Ricardo mirando con desdén a Ángel por encima de sus gafas.

– Quiero decir que solo tengo la denuncia y los testimonios de los familiares de algunos internos, pero en el centro no quieren responder a mis preguntas. 

¿Llevas más de una semana con ese puto reportaje y solo tienes eso? ¡Me cago en la puta, Ángel, que pareces un becario alelado! 

Algunos de los redactores no pudieron evitar reírse ante el comentario de su jefe y Ángel, visiblemente molesto por cómo le había respondido Ricardo, le espetó con sarcasmo:

– ¿No querrás que me infiltre en el sanatorio y me haga pasar por uno de esos locos para lograr respuestas?

– ¡Anda, mira, acabas de tener una buena idea! – dijo Ricardo mientras aplaudía la propuesta de su compañero.

– Ni de coña, Ricardo, solo estaba bromeando. 

Yo lo podría hacer… – afirmó una vocecita desde el fondo de la sala.

De repente todos se giraron para ver quién había dicho aquello y se sorprendieron al ver que se trataba de Nico, uno de los becarios.

¡Ahora va a resultar que el becario alelado tiene más cojones que tú, Ángelito! – dijo el redactor jefe mientras seguía aplaudiendo y el resto de redactores no dejaban de reírse.

Tras la reunión, Ángel fue directo a Nico para reprocharle su comportamiento.

Por hacerte el chulito me has dejado en evidencia delante de todos, niñato. 

– Lo siento, lo siento, Ángel, no ha sido mi intención. Es que dentro de tres semanas se me termina el contrato de prácticas, pero yo me quiero quedar en la revista, por eso he pensado que si me curro un súper reportaje tal vez sigan contando conmigo. Y como te he visto un poco acorralado, he pensado en echarte un cable. Sería guay que trabajásemos juntos. 

– Nico, Ricardo no te va a renovar el contrato por mucho que te esfuerces, es un cabrón, ya lo has visto. 

– Bueno, pero yo lo voy a intentar de todos modos. El no ya lo tengo. 

Conmovido por las ganas de comerse el mundo de su joven compañero, Ángel accedió a trabajar con Nico en el reportaje del psiquiátrico. El veterano periodista, más experimentado en estas lides que Nico, consiguió un DNI y un historial médico falso para él, al tiempo que este inventaba la historia y las características del personaje al que interpretaría cuando se hiciera pasar por enfermo mental; Nico sería Rubén, un joven con trastorno bipolar y tendencias suicidas. Apenas unos días después de la reunión semanal de contenidos con el redactor jefe, el becario ingresó en el sanatorio acompañado por otra de las redactoras de la revista, que se hizo pasar por su hermana. Habían acordado que Nico solamente permanecería un par de días en el psiquiátrico, tiempo más que suficiente para recopilar pruebas y testimonios que probaran el trato vejatorio que padecían los enfermos por parte de médicos, enfermeros y demás personal sanitario. Una vez transcurrido ese tiempo, él mismo tendría que escapar y reunirse con Ángel, que le estaría esperando en las inmediaciones del centro.

Nico, convertido ya en Rubén, pudo comprobar desde el primer momento de su ingreso cómo trataban a los enfermos en aquel sitio; el personal sanitario profería todo tipo de insultos a los internos cuando estos se negaban a comer o no querían hacer alguna de las actividades que les proponían, y si reaccionaban de forma violenta, entonces les empujaban y ya en el suelo les daban fuertes patadas y puñetazos. Cuando Rubén presenciaba este tipo de situaciones, le daban ganas de intervenir pero se decía a sí mismo que debía mantener la cabeza fría y no dejarse llevar; sin embargo, en una de aquellas ocasiones, cuando vio cómo una de las enfermeras tiraba fuertemente del pelo a una joven que no quería comer un plato de lentejas apelmazadas y desaboridas, no pudo evitar meterse en el forcejeo entre las dos mujeres para separarlas. El castigo por aquella acción fue recluirlo en una especie de celda pequeña y maloliente. Nico maldijo el momento en el que había intervenido en la pelea, ya que allí metido no iba a poder llevar a cabo su investigación.

¡Mierda, mierda, mierda! – gritó Nico, descontento por cómo había actuado, al tiempo que pateaba el mugriento colchón en el que se suponía que debía dormir aquella noche.

Gracias por defenderme – dijo de repente alguien. Sobresaltado, Nico, trató de averiguar de quién se trataba.

– ¿Quién eres?

– Soy Ana, la culpable de que estés aquí. Gracias por ayudarme. ¿Tú como te llamas?

– Mmm… Yo soy Rubén. No ha sido nada… ¿pero dónde estás? – respondió Nico, aún confuso por la desconocida procedencia de aquella voz.

– Estoy en la celda de al lado. Mira por la rejilla de ventilación que hay a la izquierda de la puerta. 

En efecto, Nico se asomó por aquella rendija y le pareció intuir tras ellas el rostro amoratado de la joven que se negaba a comerse las lentejas. A Nico le pareció que aquella chica estaba perfectamente cuerda, de modo que trató de averiguar algo más sobre ella.

– ¿Por qué estás aquí, Ana?

– Trastornos alimenticios. De niña era gordita y aborrecía totalmente mi cuerpo, pero me encantaba comer y odiaba hacer deporte, de modo que siempre estaba hecha una bola. En una ocasión descubrí por Internet una web en la que te recomendaban que para poder comer lo que quisieras y no engordar, debías vomitar todo lo que habías comido, de modo que empecé a hacerlo. Llegué a adelgazar sesenta kilos. La bulimia me ayudó a bajar de peso pero también me provocó alteraciones hormonales, renales, depresión, alteraciones de la personalidad… Vamos, que me destrozó como persona. 

– Bueno, dicen que aceptar el problema y ser consciente de le enfermedad es el primer paso para curarse, ¿no?

– Yo no creo que salga de aquí. 

– ¿A pesar de cómo te tratan?

– A mí no suelen pegarme, pero la Rottenmeier tiene muy mala leche y nunca acepta un no por respuesta. Su especialidad son los pellizcos y los tirones de pelo. 

– ¿Y tus padres saben lo que pasa aquí dentro?

– Mi madre murió el año pasado y acto seguido mi padre me ingresó aquí. No le he visto desde entonces. La mayoría de los que estamos aquí somos despojos humanos, no le importamos a nadie, por eso nos tratan así. Uno de los celadores más jóvenes está loquito por mí y si le dejo tocarme una teta me da chocolate a escondidas. 

– Pues no deberías dejarle hacer eso. 

– Me da igual. 

De entre todos los enfermos que Nico había conocido en su primer día en el centro, Ana parecía la única con la cabeza bien amueblada, de modo que el periodista pensó que podría pedirle ayuda para llevar a cabo su investigación. Las celdas en las que les habían recluido tenían cámaras de vigilancia y micrófonos, así que esperó a que les sacaran de allí para contarle a su nueva amiga quién era en realidad y qué estaba haciendo en el psiquiátrico. Cuando Ana supo cuáles eran los planes de Nico, enseguida accedió a colaborar con él y gracias a ella pudo fotografiar desde informes médicos en los que constaban los fuertes sedantes que se aplicaban a los enfermos más violentos, hasta grabar algunos de los enfrentamientos más agresivos entre enfermeros y pacientes. La noche en la que Nico debía escapar, Ana ideó un plan magnífico: ella entretendría al celador salido, que aquella noche estaba de guardia, con un baile sexy, de modo que este apagaría las cámaras de seguridad para que no quedara constancia alguna de cómo se aprovechaba de la situación y manoseaba a la joven. Nico debía aprovechar aquella circunstancia para cruzar una especie de pasadizos que Ana le había mostrado unas horas antes y a través de los cuales llegaría hasta el jardín trasero del edificio. Con unos alicates, cortaría la red metálica que cercaba el recinto y podría huir hasta reencontrarse con su compañero Ángel.

– ¿Por qué no te vienes conmigo, Ana? Estarás mejor en cualquier otro sitio antes que en este antro – le preguntó Nico en más de una ocasión a Ana mientras preparaban el plan de fuga.

– Mi sitio está aquí, Nico, no te preocupes – le respondía siempre ella, tajante.

Siguiendo las indicaciones de su amiga, Nico pudo escapar sin problemas de aquel psiquiátrico y, un par de semanas después, cuando la revista se puso a la venta, el reportaje coescrito por Ángel y el propio Nico fue todo un éxito. El resto de medios de comunicación se hicieron eco de lo que ocurría en aquel sanatorio, la policía detuvo a todo el personal médico gracias a las pruebas aportadas por la revista y Nico consiguió que Ricardo le hiciera un contrato indefinido.

Unos días después Nico trató de averiguar a qué centro habían trasladado a Ana para ir a visitarla. Quería darle las gracias por la ayuda que le había prestado, pero sobre todo, quería asegurarse de que estaba bien, de modo que contactó con el agente que se había encargado de gestionar los traslados de los enfermos.

– Se llama Ana Pardo, tendrá unos dieciocho años, melena larga y morena, de baja estatura…

– Sí, esa es la chica desaparecida.

– ¿La chica desaparecida?

– Sí, debió de aprovechar todo el revuelo que se armó cuando detuvimos a los médicos en el sanatorio para escaparse. 

– Pero imagino que estarán buscándola, ¿no? Esa chica está enferma. 

– Es mayor de edad y su familia no ha interpuesto ninguna denuncia, de modo que no podemos hacer nada. 

Nico colgó el teléfono, desolado. ¿Dónde se habría metido aquella chica?

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