Salva era un buen amigo de la familia que nos dejó hace un año. Le conocía de toda la vida, aunque es verdad que en los últimos años había tratado más con él, sobre todo porque nos unía nuestra afición a la lectura. Salva era, al igual que yo, defensor de los libros en papel y, desde que se había jubilado, disfrutaba de unas largas sesiones de lectura que iniciaba cada tarde cuando se levantaba de dormir la siesta y que solamente interrumpía para merendar. En una de nuestras improvisadas tertulias literarias descubrí que había leído La verdad sobre el caso Harry Quebert, uno de mis libros favoritos, y que le había gustado mucho, de modo que, allá por mayo del 2016, cuando Joël Dicker publicó El libro de los Baltimore le mandé un whatsapp para avisarle de que me lo había comprado y de que, en cuanto lo terminara, se lo prestaría. Un mes después, como aún no se lo había hecho llegar, me escribió de nuevo:
– Reina, espero que el libro que me tenías que dejar esté bien conservado, no vaya a ser que se borre la tinta de las hojas – me escribió en modo irónico ante mi tardanza.
– ¡Aún me lo estoy leyendo! – me quejé -. ¡Yo no soy tan rápida como tú!
Unos días más tarde, se lo presté y en apenas una semana se leyó las cuatrocientas ochenta y ocho páginas de El libro de los Baltimore, de modo que me escribió de nuevo:
– Libro leído sin doblar esquinas – dijo Salva para que quedara constancia de que había seguido al pie de la letra mis instrucciones -. Muy flojo, más un cuento que una novela.
– ¿En serio te lo has leído ya? – le respondí, sorprendida -. En comparación con La verdad sobre el caso Harry Quebert sí que es un poco más flojo, pero no tienen nada que ver el uno con el otro. A mí sí que me ha gustado, especialmente el final.
– Con el final se te salta alguna lágrima, sí, pero opino que es un cuento con un buen mensaje de amor y amistad.
A través de Whatsapp, cuando su salud o las circunstancias nos impedían hacerlo en directo, comentábamos los libros que leíamos y que nos podíamos intercambiar. Yo no soy muy dada a prestar mis libros, pero con Salva siempre hacía una excepción porque era un lector empedernido a insaciable.
– Laura, acabo de terminar uno de espías españoles, entretenido y facilito de leer. ¿Te interesa? – me ofreció en cierta ocasión.
No creáis que recuerdo nuestras conversaciones librescas al pie de la letra, pero las conservo en nuestro chat de Whatsapp y de vez en cuando, cuando me acuerdo de Salva, las releo y sonrío al recordar aquellos buenos momentos.
Además de un gran lector, Salva era un hombre de carácter, creyente y practicante, culé y amante del buen comer. Dedicó su vida a las finanzas y a su familia, y cuando apenas estaba empezando a disfrutar de su jubilación, le sobrevino la enfermedad. A veces lo llevaba bien; otras, en cambio, estaba de bajón, pero nunca dejó de vivir, de luchar, de disfrutar. Aún le recuerdo en la fiesta que organizamos con motivo del sesenta cumpleaños de mi padre, en la que se convirtió en el rey de la pista y se marcó todo tipo de bailes y piruetas junto a Mª Carmen, su menueta, el amor de su vida.
Si se pudieran enviar whatsapps al cielo le diría que por aquí sigue todo más o menos igual y que todos le echamos mucho de menos: sus hijos, sus nietos, Mª Carmen, los Denis… Seguramente evitaría hablarle de la moción de censura a Rajoy, de la situación política en Cataluña o del fiasco de la Selección en el Mundial de Rusia, pero sí le contaría que Joël Dicker ha publicado un nuevo libro, La desaparición de Stephanie Mailer, que estoy a punto de empezarlo y que se lo prestaré en cuanto lo termine, pero que no me meta prisa, que yo no soy tan rápida leyendo como lo es él.