Todas las mañanas nos encontrábamos en la cafetería de la calle Desengaño. Era como una cita no planeada, improvisada, para desayunar. No nos conocíamos, pero yo siempre me sentía inquieto si, pasadas las ocho, no la veía aparecer por la puerta con su característica gabardina roja. Y aunque siempre me sonreía cuando le daba los buenos días, nunca decía nada, nunca llegué a escuchar su voz. Ni siquiera cuando le pedía al camarero su capuchino y su cruasán caliente. Ocupaba siempre la misma mesa, la más cercana al escaparate, la que recibía los primeros rayos de sol de la mañana. Yo la observaba escondido tras el periódico del día; admiraba su melena rubia, siempre recogida en una coleta; esos labios carnosos que siempre dejaban una perfecta huella de carmín rojo en la taza. Sus ojos azules a veces se cruzaban con los míos, aunque a ella no parecía molestarle mi indiscreción ya que siempre me dedicaba una sonrisa cuando se percataba de mi insistente mirada. Solía sacar una pequeña libreta en la que escribía y escribía hasta que terminaba de desayunar; acto seguido miraba su reloj y rápidamente, como si llegara tarde a una cita importante, recogía sus pertenencias y se marchaba. Me tentaba la idea de salir corriendo detrás de ella para averiguar adónde iba, quién era, pero nunca llegué a hacerlo. Me daba miedo que se pudiera dar cuenta de que la estaba siguiendo y pudiera desaparecer de mi vida para siempre. Pero, de todos modos, ocurrió. De repente, un día cualquiera, no se presentó a nuestra habitual cita. Estuve en la cafetería cerca de dos horas, pero no apareció. Al día siguiente le pregunté al camarero por ella, por si había ido cuando yo no estaba, y su respuesta me dejó petrificado: “No recuerdo a ninguna señorita como la que describe, señor. Cuando usted viene a desayunar únicamente suele coincidir con Don Fausto, que se sienta siempre en la barra, y con la señora Carmen, la portera del edificio de enfrente”. Entonces, ¿la mujer de rojo no existía? ¿Solo era un producto de mi imaginación? Sentí que me mareaba, que me iba a desmayar de un momento a otro. ¿Me había vuelto loco? Pero justo cuando me disponía a abandonar el local, lo vi. Estaba tirado en el suelo, debajo de la mesa más cercana al escaparate, debajo de su mesa. Era su cuaderno, ese en el que ella escribía incesantemente. Me abalancé sobre él y lo abrí. Empecé a leer: primero el título, La mujer de rojo; a continuación, la primera oración: Todas las mañanas nos encontrábamos en la cafetería de la calle Desengaño.