Siguiendo los pasos de sus padres, Irene cruzó el largo pasillo de la vivienda hasta llegar al salón. Una vez allí no puedo evitar dirigir la mirada hacia la que había sido su habitación, a la cual se accedía a través de una puerta corredera que había a la izquierda de la estancia.
– Puedes ir a verla, si quieres, al fin y al cabo es tu habitación – dijo Pedro al darse cuenta de la curiosidad que sentía su hija por todo cuanto la rodeaba.
La persiana del cuarto estaba levantada, de modo que Irene puedo comprobar, sin necesidad de encender la luz, que en la habitación todo estaba tal y como ella lo había dejado veinte años atrás: los peluches, encima de la cama; los libros, ordenados por colores, en las baldas superiores de la estantería; los pósters de la Bravo y la Vale con sus actores favoritos de Sensación de vivir, colgados en la pared.
– Todo está como lo dejaste – dijo Pedro, que había entrado en la habitación sin que Irene se diera cuenta -. Tu madre se empeñó en no tocar ni cambiar nada de sitio; decía que si algún día volvías, te gustaría verlo todo en su sitio.
– ¿Qué le ocurre? – preguntó Irene a su padre refiriéndose al estado de salud de su madre.
– Un par de años después de que te fueras empezó a hacer cosas raras: cogía floreros, jarrones o ceniceros que teníamos aquí en casa y se los regalaba a alguna amiga o vecina. También decía cosas sin sentido, no sé, pero yo lo achacaba a lo que había ocurrido contigo y no le di importancia. Un tiempo después le estuvieron haciendo pruebas y el neurólogo descartó que se tratara de demencia o alzheimer; dijo que su estado se debía, más bien, a una respuesta de su cerebro frente a una situación traumática que había sufrido…
Pedro esperaba que, en ese momento, su hija se lanzara a sus brazos y que, entre lágrimas, le pidiera disculpas por haberse ido de aquella forma, pero no fue así. Irene siguió tan fría y distante como al principio y pareció no inmutarse con las palabras de su padre. Sin embargo, para sus adentros, Irene se culpaba a sí misma de lo que le ocurría a su madre: “Destrocé mi vida y también destrocé la suya…”.
A la mañana siguiente, a Irene la despertaron las voces de su padre y Asunción, que hablaban entre susurros en el salón. Se había acostado temprano, justo después de cenar, y aunque había dormido cerca de doce horas, todavía se sentía cansada y somnolienta.
– ¿Pero te ha dicho ya porque se fue o qué ha estado haciendo durante estos veinte años? – preguntó Asunción a Pedro.
– No, no ha dicho ni mu. Pero algo grave le ha tenido que pasar para volver tantos años después. Además, ayer en un descuido, se arremangó un poco las mangas y tenía los brazos amoratados. Yo no se en qué clase de lío estará metida, pero prefiero no saber nada.
– Es tu hija, Pedro, y si tiene algún problema debes ayudarla.
La conversación entre Pedro y Asunción terminó justo en ese momento, cuando ella se le acercó y le besó en los labios; acto seguido, el la rodeó con sus brazos y le agarró fuertemente las nalgas. Irene, que seguía acostada y fingía estar dormida, no salía de su asombro al contemplar aquella escena. “Hay cosas que sí han cambiado” – pensó -.
Aquella misma tarde Maica fue a su casa a visitarla.
– ¡Cuando mi madre me dijo que habías vuelto, no me lo podía creer, Irene! ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué no me dijiste nada? ¿Y qué has hecho durante todos estos años? ¿Te has casado o has tenido pareja? Imagino que sí, ¿no? Tú siempre fuiste muy ligona. No tendrás hijos, ¿no? Yo tengo tres, hija mía, y menuda cruz porque Ramón no me ayuda nada. ¡Ay, que no conoces a Ramón! Es mi marido, después le digo que se pase por aquí y así te lo presento. Es que hija, hace más horas que el tren en esa empresa y no te creas tú que gana tanto, que estoy harta de decirle que cambie de trabajo, pero nada, que no me hace caso. ¿Y tú en qué trabajas? ¿O no tienes trabajo? Yo al final me hice peluquera, ¿sabes? Y tengo mi negocio cerca de la plaza, al lado de la cafetería de Loli. Me va bastante bien, no me puedo quejar, pero es que…
Irene se sentía bastante aturdida porque Maica no dejaba de hablar; además, no podía quitarse la imagen de su padre besando a Asunción.
– ¿Sabes que mi padre y tu padre están liados? – preguntó Irene de repente. Maica se quedó un poco sorprendida, de modo que Irene creyó su amiga no tenía ni idea del idilio que mantenían sus padres -. Perdona, he sido muy brusca, pero es que les he visto besándose y…
– Ah, ¿si? Con lo discretos que son siempre. Sí que lo sé, sí.
– ¿Y hace mucho que están juntos?
– Bueno, juntos juntos no están en realidad. Se hacen compañía y se dan cariño de vez en cuando, tú ya me entiendes. Están muy solos los dos, mi madre se quedó viuda hace ocho años y tu padre, pues ya ves el panorama que tiene, tu madre ni siquiera sabe quién es. Él no ha dejado de quererla, ¿eh, Irene? Y se encarga de ella todo el tiempo. Pero al final es una simple cuestión de supervivencia y mi madre ha sido un salvavidas para él, igual que él para mi madre. No te molestes con ellos, Irene.
Ya había pasado una semana desde que Irene había regresado al que había sido su hogar durante su niñez, pero todos seguían ignorando el motivo por el que había decidido marcharse veinte años antes y porqué había vuelto después de tanto tiempo. Incluso Maica, que la había interrogado en un par de ocasiones más, se había quedado con las ganas de saber qué le había ocurrido a su mejor amiga en todos los años en los que no se habían visto. Pedro creía que merecía una explicación y no iba a consentir que su hija volviera a sus vidas y actuara como si nada hubiera pasado, de modo que un día, de repente, cuando ya habían terminado de comer e Irene se disponía a recoger la mesa, la agarró del brazo y le pidió que se sentara de nuevo.
– No sé qué te ha podido pasar en todos estos años porque ha sido mucho el tiempo que has estado ausente de nuestras vidas, pero tu madre y yo tenemos derecho a saber porqué te fuiste de ese modo y, sobre todo, porqué has vuelto ahora.
Pedro había pronunciado aquellas palabras mirando fijamente el plato con los restos de la comida que todavía tenía delante. Dejó pasar algunos minutos, pero como parecía que Irene no iba a responder, insistió.
– No nos vamos a levantar de aquí hasta que no me cuentes toda la verdad. ¿De qué son esos moratones que tienes en los brazos?
Irene sabía que no tenía escapatoria, que había llegado el momento de contar toda la verdad.
– La verdad es que no sé porqué me marché, simplemente lo hice y ya. Tenía veinte años y muchos pájaros en la cabeza y me pareció buena idea ir a buscarme la vida por ahí. Pero no lo fue. Tardé algunos años en darme cuenta, porque al principio todo iba bien, pero cuando las cosas se empezaron a torcer fue cuando me di cuenta de que había sido un error.
Pedro escuchaba atentamente a su hija mientras Matilde, absorta en su mundo, miraba a Irene con una sonrisa.
– ¿Qué ocurrió?
– Prefiero no entrar en detalles, entiéndelo, por favor…
Pedro asintió.
– Hace algunos años conocí a un chico y me enamoré perdidamente de él. Me parecía que estaba volviendo a tomar las riendas de mi vida y que ya todo iba a estar bien, pero no fue así. Los moratones y las cicatrices son algunos de los regalos que me ha dejado. Cuando tuve la fuerza y el valor suficientes, me escapé de su lado y por eso volví aquí, porque no tenía adonde ir, porque me equivoqué y quería pediros perdón. Lo creas o no, la culpa me ha perseguido durante todos estos años, pero nunca me atrevía a volver…
Pedro se levantó de la mesa para tratar de disimular sus lágrimas; caminó de un lado al otro de la habitación hasta que, finalmente, se acercó a su hija, la tomó de las manos para que se levantara y se fundió en un abrazo con ella.
– Ya estás a salvo, hija, ya estás con papá – le susurró al oído mientras Matilde contemplaba la escena y aplaudía.