La corazonería

Martín nació con una grave enfermedad en el corazón que le impedía hacer todo lo que los demás niños sí podían. En el colegio, durante los recreos, él permanecía sentado en una silla al lado del maestro al que le tocara vigilar a los niños ese día; allí, en silencio, veía cómo sus amigos jugaban al fútbol, utilizando un pequeño tetrabrik de zumo a modo de pelota, o a indios y vaqueros. Otros días simulaban estar a bordo de un barco pirata e iban atracando en islas en las que encontraban los más exóticos tesoros. Mientras sus compañeros parecían estar pasándolo en grande, Martín se tenía que conformar con observarles desde la distancia. En alguna que otra ocasión le había pedido permiso a su madre para jugar con sus amigos en el recreo, pero ella siempre se negaba: “Martín, cielo, sabes que no puedes hacer ningún esfuerzo porque te pondrías malito. Pero no te pongas triste, algún día una buena persona te regalará su corazón y entonces podrás jugar a todo cuánto quieras”. A Martín aquella frase siempre le dejaba pensativo pues le asaltaban numerosas dudas que nunca se atrevía a preguntar: ¿Quién era esa persona buena que le iba a regalar su corazón? Y, sobre todo, ¿por qué no lo había hecho ya? Para él, la persona más buena del mundo era, sin duda, su abuela Carmen, que le preparaba la tortilla más rica del universo y le dejaba acostarse tarde cuando se quedaba a dormir en su casa. ¿Acaso existe alguien más bueno que mi abuelita? – dudaba Martín -. ¿O será que los corazones son muy caros? ¿Dónde se venden los corazones, en la corazonería? 

Los padres de Martín habían preferido mantener al niño al margen del procedimiento de los trasplantes y aunque en el hospital les habían recomendado la asistencia del psicólogo infantil para hablar del asunto con él, habían preferido esperar a que fuera algo más mayor para explicárselo. A pesar de la gravedad de la afección del niño los médicos les habían asegurado que su vida no corría peligro, siempre y cuando llevaran precaución e hicieran caso a sus recomendaciones. La probabilidad de encontrar un donante de la misma edad que Martín era bastante más inferior que la de encontrar un corazón adulto compatible, de modo que debían esperar pacientemente a que sucediera el milagro. Pero los años pasaron y esa persona buena que debía regalarle su corazón a Martín se hacía de rogar. Las limitaciones derivadas de su enfermedad le habían convertido en un chico retraído y tímido que pasaba la mayor parte del tiempo recluido en su habitación, leyendo revistas de ciencia y navegando por Internet en busca de casos de trasplantes fallidos. Aunque sus padres no lo sabían, a Martín le obsesionaba la idea de que, tras el trasplante, su cuerpo rechazara el nuevo corazón. También le fascinaba leer testimonios de personas que aseguraban que tras haber sido trasplantadas habían adquirido los gustos y preferencias del donante e incluso habían desarrollado habilidades que antes no poseían. Un día, mientras leía que una señora decía padecer alergia a las flores a raíz de un trasplante, la madre de Martín irrumpió de repente en su habitación: “¡Cielo, cielo, acaban de llamar del hospital! ¡Hay un donante!”.

La recuperación de Martín fue lenta, pero su cuerpo aceptó el nuevo órgano sin ningún problema. En pocas semana le dieron el alta para que pudiera continuar la fase de postoperatorio en casa; más adelante, cuando ya fue capaz de caminar sin fatigarse ni marearse, acudía regularmente al hospital para las revisiones y entrevistarse con los diferentes médicos que le habían tratado.

¿Y cómo lo llevas, Martín? ¿Has desarrollado algún nuevo poder gracias a tu donante? – bromeó el médico a quien Martín había hablado de esos curiosos efectos secundarios de los trasplantes sobre los que había leído en Internet.

No, que va, – mintió – las lentejas siguen sin gustarme.  

Pero lo cierto es que Martín sí que se sentía diferente, escuchaba voces en su cabeza que le decían que debía hacer cosas atroces y sentía unas irrefrenables ganas de matar. ¿Se habría sugestionado por haber estado leyendo todo aquello o es que, al final su donante no había resultado ser una persona tan buena como presuponían? Martín no estaba muy seguro, ¿pero sería capaz de controlar aquellos impulsos asesinos?

Unos días después, mientras paseaba a su perro por el parque reparó en una chica que estaba tumbada en el césped. Su aspecto era descuidado y miraba al cielo con la mirada perdida. Es un bicho raro, igual que yo – pensó Martín y se acercó a hablar con ella. Cuando llevaban un rato charlando la chica preguntó:

– Bueno, llevamos un rato hablando y ni siquiera sé cómo te llamas ni cuál es tu historia. 

Es cierto. Me llamo Martín, tengo veinte años y hace unos cuatro meses que me hicieron un trasplante de corazón. Desde entonces tengo unas irrefrenables ganas de matar – dijo él sin tapujos.

Ella se rió pensando que aquello no era más que una broma de su interlocutor y acto seguido se presentó:

Yo soy Ana, tengo dieciocho años y hace cuatro meses estaba interna en un psiquiátrico por trastornos alimenticios y porque intenté suicidarme más de una vez. Lo cerraron porque los médicos, las enfermeras y los celadores nos maltrataban y desde entonces vivo en la calle porque no tengo a nadie. 

Martín se quedó callado, analizando lo que su nueva amiga había dicho. Si no quería vivir y, además, no tenía a nadie, ¿por qué no matarla? Ana podría ser su primera víctima y quizás así se le quitaban esas ganas de matar.

Bueno, ahora me tienes a mí, podemos ser amigos – respondió Martín, que quería ganarse su confianza.

El asesino y la suicida… me parece bien – bromeó ella, sin ser consciente del peligro que corría.

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