Mientras estaba sentada en una de las cafeterías de la estación esperando a que saliera ese tren que me llevaría a casa por Navidad, me acordé de Manuel; era imposible no hacerlo cuando estabas en aquel lugar que había sido su segunda casa durante los últimos quince años de su vida. Hacía ya bastante tiempo que había fallecido, pero en la asociación siempre le teníamos muy presente, sobre todo cuando se aproximaban las fiestas navideñas, pues era su época favorita del año. En esos días previos a que cada uno se marchara a su ciudad o pueblo de origen a pasar las navidades, Manuel llegaba a la sede de la asociación con su habitual gorro de Papá Noel, su pandereta y, a modo de bufanda, una guirnalda de espumillón. Entre villancico y villancico nos obligada a comer polvorones y el resto de dulces típicos que había comprado en el mercado. “Si vais a volver con tres kilos de más, ¿qué más os da empezar ya a ganarlos” – nos decía siempre mientras él mismo se atiborraba a peladillas. Manuel era un hombre extraordinario a pesar de lo que le había sucedido.
Llegó a la asociación, precisamente, unos días antes de Nochebuena, con aspecto demacrado y oliendo a alcohol. “He tocado fondo, necesito ayuda”. Esas fueron sus palabras cuando le encontré sentado en el portal, esperando a que abriéramos el local. Le ayudé a levantarse y le conduje al interior; le dejé dormir un par de horas y cuando se despertó, ya más sereno, se duchó y se vistió con ropa limpia. Preparé un par de cafés y nos sentamos a charlar; en ese momento Manuel empezó a relatarme su historia: “Yo tenía una vida perfecta; tenía un buen trabajo, salud, una mujer a la que amaba y unas hijas que me adoraban. Pero, un día, de repente, todo eso se esfumó. Empezó a irme muy bien en el trabajo, me ascendieron, ganaba mucho dinero, pero también empecé a gastar mucho en alcohol y otras sustancias. Mis adicciones fueron el principio del fin. Apenas pasaba ya tiempo en casa, y cuando estaba allí, todo eran discusiones con mi mujer. Un día teníamos que ir a casa de mis suegros a cenar, pero llegué tarde y medio borracho. Clara estaba enfadada conmigo y quería cancelar la cena, pero le aseguré que estaba bien y que podía conducir. Durante el trayecto me mareé y perdí el control del vehículo. Las niñas salieron despedidas del coche y murieron en el acto; Clara no pudo superarlo y unas semanas después del accidente se suicidó”. Manuel necesitó muchas sesiones de terapia con nuestro psicólogo, pero logró salir del pozo en el que él mismo se había metido. En una ocasión, mientras conversábamos sobre su proceso de recuperación, me dijo: “Mi condena va a ser recordar cada día de mi vida lo que le ocurrió a mi familia por mi culpa. Pero ese terrible recuerdo va a ser también mi motor a partir de ahora. Quiero ser útil y evitar que la gente cometa los mismos errores que cometí yo. Todos merecemos una segunda oportunidad y vosotros me la disteis, por eso quiero seguir en la asociación y colaborar activamente en ella”.
Manuel encontró trabajo como empleado de mantenimiento en la estación de tren y siempre le escuché decir que para él, ese era el mejor trabajo del mundo. Nos contaba que cuando tenía un rato libre, solía sentarse a observar a la gente y a suponer toda clase de historias sobre sus vidas. Pero, sin duda, sus días favoritos en la estación eran los previos a la Navidad. “La gente llega con una sonrisa de oreja a oreja; unos, porque se van a sus casas a pasar la Navidad con sus familias; otros porque vienen a recoger a los que vuelven a casa, como el turrón. Los niños sostienen carteles que ellos mismos han dibujado y en los que se puede leer, por ejemplo, “Bienvenida, tía Laura. ¡Te queremos!”. Y llevan también globos, peluches, ramos de flores… Esos reencuentros son mágicos; hay lágrimas, besos, abrazos. Me alegra ver a la gente tan feliz porque me recuerda a cuando yo también lo fui. Y cuando contemplo esas escenas, no puedo evitar imaginarme a mí mismo abrazando de nuevo a Clara y a las niñas”. Y mientras recordaba las palabras de Manuel, me pareció verle, entre la multitud de gente que lloraba y se besaba, agitando en la mano su pandereta, con su gorro de Papá Noel puesto y su bufanda de espumillón al cuello. Iba acompañado de Clara y las niñas. Había conseguido abrazarlas de nuevo.